CANTO IV
Rompió el profundo sueño de mi mente un gran trueno, de modo que cual hombre que a la fuerza
despierta, me repuse; la vista recobrada volví en torno ya puesto en pie, mirando fijamente, pues
quería saber en dónde estaba.
En verdad que me hallaba justo al borde del valle del abismo doloroso, que atronaba con ayes
infinitos.
Oscuro y hondo era y nebuloso, de modo que, aun mirando fijo al fondo, no distinguía allí cosa
ninguna.
«Descendamos ahora al ciego mundo --dijo el poeta todo amortecido -: yo iré primero y tú vendrás
detrás. » Y al darme cuenta yo de su color, dije: « ¿Cómo he de ir si tú te asustas, y tú a mis dudas
sueles dar consuelo?» Y me dijo: «La angustia de las gentes que están aquí en el rostro me ha
pintado la lástima que tú piensas que es miedo.
Vamos, que larga ruta nos espera. » Así me dijo, y así me hizo entrar al primer cerco que el abismo
ciñe.
Allí, según lo que escuchar yo pude, llanto no había, mas suspiros sólo, que al aire eterno le hacían
temblar.
Lo causaba la pena sin tormento que sufría una grande muchedumbre de mujeres, de niños y de
hombres.
El buen Maestro a mí: «¿No me preguntas qué espíritus son estos que estás viendo? Quiero que
sepas, antes de seguir, que no pecaron: y aunque tengan méritos, no basta, pues están sin el
bautismo, donde la fe en que crees principio tiene.
Al cristianismo fueron anteriores, y a Dios debidamente no adoraron: a éstos tales yo mismo
pertenezco.
Por tal defecto, no por otra culpa, perdidos somos, y es nuestra condena vivir sin esperanza en el
deseo. » Sentí en el corazón una gran pena, puesto que gentes de mucho valor vi que en el limbo
estaba suspendidos.
«Dime, maestro, dime, mi señor -yo comencé por querer estar cierto de aquella fe que vence la
ignorancia- : ¿salió alguno de aquí, que por sus méritos o los de otro, se hiciera luego santo?» Y
éste, que comprendió mi hablar cubierto, respondió: «Yo era nuevo en este estado, cuando vi aquí
bajar a un poderoso, coronado con signos de victoria.
Sacó la sombra del padre primero, y las de Abel, su hijo, y de Noé, del legista Moisés, el obediente;
del patriarca Abraham, del rey David, a Israel con sus hijos y su padre, y con Raquel, por la que tanto
hizo, y de otros muchos; y les hizo santos; y debes de saber que antes de eso, ni un esptritu humano
se salvaba. » No dejamos de andar porque él hablase, mas aún por la selva caminábamos, la selva,
digo, de almas apiñadas No estábamos aún muy alejados del sitio en que dormí, cuando vi un fuego,
que al fúnebre hemisferio derrotaba.
Aún nos encontrábamos distantes, mas no tanto que en parte yo no viese cuán digna gente estaba
en aquel sitio.
«Oh tú que honoras toda ciencia y arte, éstos ¿quién son, que tal grandeza tienen, que de todos los
otros les separa?» Y respondió: «Su honrosa nombradía, que allí en tu mundo sigue resonando
gracia adquiere del cielo y recompensa. » Entre tanto una voz pude escuchar: «Honremos al altísimo
poeta; vuelve su sombra, que marchado había. » Cuando estuvo la voz quieta y callada, vi cuatro
grandes sombras que venían: ni triste, ni feliz era su rostro.
El buen maestro comenzó a decirme: «Fíjate en ése con la espada en mano, que como el jefe va
delante de ellos: Es Homero, el mayor de los poetas;.
el satírico Horacio luego viene; tercero, Ovidio; y último, Lucano.
Y aunque a todos igual que a mí les cuadra el nombre que sonó en aquella voz, me hacen honor, y
con esto hacen bien. » Así reunida vi a la escuela bella de aquel señor del altísimo canto, que sobre
el resto cual águila vuela.
Después de haber hablado un rato entre ellos, con gesto favorable me miraron: y mi maestro, en
tanto, sonreía.
Y todavía aún más honor me hicieron porque me condujeron en su hilera, siendo yo el sexto entre
tan grandes sabios. La Divina Comedia Dante Alighieri
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Así anduvimos hasta aquella luz, hablando cosas que callar es bueno, tal como era el hablarlas allí
mismo.
Al pie llegamos de un castillo noble, siete veces cercado de altos muros, guardado entorno por un
bello arroyo.
Lo cruzamos igual que tierra firme; crucé por siete puertas con los sabios: hasta llegar a un prado
fresco y verde.
Gente había con ojos graves, lentos, con gran autoridad en su semblante: hablaban poco, con voces
suaves.
Nos apartamos a uno de los lados, en un claro lugar alto y abierto, tal que ver se podían todos ellos.
Erguido allí sobre el esmalte verde, las magnas sombras fuéronme mostradas, que de placer me
colma haberlas visto.
A Electra vi con muchos compañeros, y entre ellos conocí a Héctor y a Eneas, y armado a César, con ojos grifaños.
Vi a Pantasilea y a Camila, y al rey Latino vi por la otra parte, que se sentaba con su hija Lavinia.
Vi a Bruto, aquel que destronó a Tarquino, a Cornelia, a Lucrecia, a Julia, a Marcia; y a Saladino vi,
que estaba solo; y al levantar un poco más la vista, vi al maestro de todos los que saben, sentado en
filosófica familia.
Todos le miran, todos le dan honra: y a Sócrates, que al lado de Platón, están más cerca de él que
los restantes; Demócrito, que el mundo pone en duda, Anaxágoras, Tales y Diógenes, Empédocles,
Heráclito y Zenón; y al que las plantas observó con tino, Dioscórides, digo; y via Orfeo, Tulio, Livio y
al moralista Séneca; al geómetra Euclides, Tolomeo, Hipócrates, Galeno y Avicena, y a Averroes que
hizo el «Comentario».
No puedo detallar de todos ellos, porque así me encadena el largo tema, que dicho y hecho no se
corresponden.
El grupo de los seis se partió en dos: por otra senda me llevó mi guía, de la quietud al aire temb
loroso y llegué a un sitio en donde nada luce.