CANTO VI

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Cuando se acaba el juego de la zara, el perdedor se queda algo mohino y triste aprende, repitiendo

lances; con el otro se va toda la gente; cuál va delante, cuál detrás le agarra, cuál a su lado quiere

darle coba; él no se para y los escucha a todos; a quien tiende la mano, al fin le suelta; y así de aquel

gentío se ve libre.

 Tal entre aquella turba me encontraba, de aquí y de allá volviéndoles el rostro, y prometiendo me

soltaba de ellos.

 Estaba el Aretino, quien del brazo fiero de Ghin de Tacco halló la muerte, y el otro que se ahogó

yendo de caza.

 Suplicaba, tendiéndome las manos, Federico Novello, y el de Pisa que hiciera parecer fuerte a

Marzucco.

 Vi al conde Orso y su alma separada de su cuerpo por odio y por envidia, como decia, y no por

culpa alguna.

 Pier de la Broccia digo; y que provea, mientras que aún está aquí, la de Brabante si con peor

rebaño andar no quiere.

 Cuando ya me libré de todas esas sombras que suplicaban otras súplicas, porque su salvación les

llegue antes, yo comencé: « Parece que me niegas expresamente, oh luz, en algún texto que

aplaque la oración leyes del cielo; y esta gente por ello sólo ruega: ¿es que vanas son pues sus

esperanzas, o es que no he comprendido bien tu texto?» Y él me dijo: «Es sencilla mi escritura; y en

esperar ninguno se equivoca, si con la mente clara bien se mira; pues la cima del juicio no se allana

porque el fuego de amor cumpla en un punto lo que satisfacer aquí se espera; y allí donde hice tal

afirmación, no se enmendaba, por rezar, la culpa, pues la oración de Dios estaba lejos.

 No te fijes en dudas tan profundas sino tan sólo en lo que diga aquella que entre mente y la verdad

alumbre.

 No sé si entiendes: de Beatriz te hablo; arriba la verás, sobre la cima de este monte, dichosa y

sonriendo. » Y yo: «Señor, vayamos más aprisa, que ya no estoy cansado como antes, y ya veo que

el monte arroja sombra. » « Caminaremos mientras dure el día -él me repuso- el tiempo que

podamos; mas no es la cosa como la imaginas.

 Antes de estar arriba, volverás a ver aquel que oculta la ladera, de modo que sus rayos ya no

rompes.

 Pero mira aquel alma que allá inmóvil, completamente sola, nos contempla: el camino más corto ha

de mostrarnos.

 Nos acercamos: ¡oh ánima lombarda qué altiva y desdeñosa aparecías, qué noble y lenta en el

mover los ojos! Ella no nos decía una palabra, mas nos dejaba andar, sólo mirando a guisa de león

cuando reposa.

 Mas Virgilio acercóse a él, pidiendo que nos mostrase la mejor subida; pero a su ruego nada

respondió, mas de nuestro país y nuestra vida nos preguntó; y mi guía comenzaba «Mantua.

.

. » y la sombra, toda en ella absorta, vino hacia él del sitio en que se hallaba diciendo: «¡Oh

mantuano, soy Sordello, soy de tu misma tierra!», y se abrazaron.

 ¡Ah esclava Italia, , albergue de dolores, nave sin timonel en la borrasca, burdel, no soberana de

provincias! Aquel alma gentil tan prestamente, sólo al oír el nombre de su tierra, comenzó a festejar a

su paisano, y en ti ahora sin guerras no se hallan tus vivos, y se muerden unos a otros, los que un

foso y un muro mismo encierran.

 Busca, mísera, en torno de tus costas tus playas, y después mira en el centro, si alguna parte en ti

de paz disfruta.

 ¿De qué vale que el freno te pusiera, Justiniano, si nadie hay en la silla? Menor fuera sin ése la

vergüenza.

 Ah gentes que debíais ser devotas, y consentir al César en su trono, si aquello que Dios manda

comprendieseis, esa fiera mirad cuán indomable, por no ser corregida por la espuela, al poner en las

riendas vuestras manos.

 ¡Oh tú, tedesco Alberto, que la dejas al verla tan salvaje y tan indómita, y debiste apretarle los

ijares, caiga de las estrellas justo juicio sobre tu sangre, y sea nuevo y claro, tal que tu sucesor le tenga miedo! Pues habéis consentido tú y tu padre, por la codicia de eso distraídos, que el jardín del

imperio esté desierto.

 Ven y vé a Capuletos y Montescos, Filipeschos, Monaldos, ah, indolente, esos ya tristes, y estos

con recelos! ¡Ven, cruel, ven y vé la tirania de tus nobles, y cura sus desmanes; verás a Santaflora

tan oscura! Ven y contempla tu Roma llorando viuda y sola, llamando noche y día: « Oh mi César,

por qué no me acompañas?» ¡Verás lo mucho que se quieren todos! y si a piedad ninguna te

movemos, ven y tendrás vergüenza de tu fama.

 Y si me es permitido, oh sumo Jove que por nosotros en cruz te pusieron, ¿es que has vuelto los

ojos a otra parte? ¿o te estás preparando, en el abismo de tus designios, para hacer un bien que se

escapa del todo a nuestra mente? Pues llenas de tiranos las ciudades están de Italia toda, y un

Marcelo se vuelve cualquier ruin que entra en un bando.

 Puedes estar contenta, ah, mi Florencia, por esta digresión que no te alcanza, pues se las sabe

solventar tu pueblo.

 La justicia en su pecho muchos guardan, y, prudentes, disparan tarde el arco; mas tu pueblo la tiene

en plena boca.

 Muchos rechazan cargos oficiales, mas tu pueblo solícito responde sin ser llamado, y grita: «iYo lo

acepto!» ¡Alégrate, porque motivos tienes: tú rica, tú con paz, y tú prudente! De si digo verdad, están

las muestras.

 Las Atenas y Espartas, que inventaron las viejas leyes tan civilizadas del bien vivir, hicieron débil

prueba comparadas contigo, pues que haces tan sutiles decretos, que a noviembre los que hiciste en

octubre nunca llegan.

 Hasta donde recuerdo, ¿cuántas veces leyes, monedas, hábitos y oficios, has mudado, y cambiado

de habitantes? Y si te acuerdas bien y lo ves claro, te verás semejante a aquella enferma que no encuentra reposo sobre plumas, mas dando vueltas calma sus dolores. 

La Divina Comedia - Dante AlighieriDonde viven las historias. Descúbrelo ahora