Eclipse (Epílogo)

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Siente el sol en la parte trasera del cuello. Le abrasa. Está seguro de que, después de la caminata, debe estar rojo brillante, incandescente. Sabe que la protección solar que Agoney le obligó a ponerse antes de salir de su casa no va a ser suficiente. Se recoloca el cuello de la camiseta y se ajusta la gorra. Debería volverse a echar la crema, pero en unos minutos podrá cobijarse en la sombra y no quiere perder el tiempo. Cuanto antes llegue, antes se acabará la tortura.

—¡Ah! —Da un respingo al notar el tacto frío y pegajoso contra su piel. Se para en el sitio y cierra los ojos, disfrutando del alivio momentáneo.

Estaba tan concentrado en el calor y en la caminata que no ha notado cómo su novio sacaba el bote de protección solar de la mochila y se echaba una cantidad importante en la mano.

Agoney masajea la zona afectada con delicadeza, extendiendo bien el producto. Deja un suave beso en el nacimiento del pelo, y rodeándolo por la cintura, lo estrecha contra su pecho.

—No estás hecho para este clima, mi niño —le susurra al oído con una sonrisa—. Tienes que tener cuidado.

—Ya te tengo a ti para que me cuides —bromea Raoul, dándose la vuelta para poder rozar sus labios—. Gracias.

—Debería dejar que te quemaras para que aprendieras la lección —reflexiona Agoney, alzando las cejas.

—No serías capaz —responde Raoul, rodeándole el cuello y dejando un suave beso en la punta de su nariz.

—No —acepta Agoney con media sonrisa—. Soy demasiado bueno.

—El mejor —susurra Raoul y Agoney no puede evitar volver a besarlo, pegándolo a su cuerpo.

—Pero, ten cuidado con el sol —le pide en el mismo tono—. Tú más que nadie, deberías saberlo.

—Lo sé —contesta solemne antes de separarse—. Y ahora, vamos, ¡que nos vamos a perder mi show!

Sale trotando camino arriba ante la mirada divertida de su novio. Agoney se muerde el labio inferior, intentando silenciar la carcajada; niega con la cabeza, sorprendiéndose, una vez más, de cuánto le gustan sus tonterías. Lo sigue a paso ligero, conteniendo a duras penas el impulso de imitarlo.

Llega al llano donde deben esperar al guía junto al resto de visitantes, justo a las puertas del Observatorio del Teide. Alcanza a Raoul y vuelve a abrazarlo por la espalda, apoyando la barbilla sobre su hombro. Raoul cierra los ojos y sonríe, cubriendo las manos de su novio con las suyas, sintiéndolo aún más cerca, dejándose querer.

Agoney mira a su alrededor y se siente en casa. Tiene a Raoul entre sus brazos y el Parque Nacional del Teide, en el corazón de su Tenerife natal, los acoge entre sus rocas y arbustos. No importa que lleve más de una década viviendo en Madrid, es pisar su isla y algo lo conecta a ella de inmediato. El olor a mar, el azul brillante del cielo, el color de la tierra y los mil tonos de verde que alcanza a ver. Tenerife lo completa, es su esencia. Y aunque no es la primera vez que la comparte con su novio, sabe que este viaje es especial. Sus mundos se fusionan aún más, difuminando los límites, creando el suyo propio.

El guía no tarda en llegar, abriéndoles la puerta del recinto e invitándoles a entrar. Entrelazando sus manos, Raoul y Agoney lo siguen en silencio, emocionados.

No es el horario usual de visitas guiadas, pero lo ocasión lo merece. A las seis y cincuenta y siete de la tarde, tendrá lugar el primer eclipse solar total visible desde España, especialmente desde las Islas Canarias, del siglo.

El Observatorio del Teide, aparte de ser uno de los más prestigiosos del mundo, es uno de los pocos observatorios que se dedican, en su mayor parte, al estudio del sol. Raoul lo ha visitado en varias ocasiones durante su doctorado, y al enterarse de que abrirían sus puertas para tan esperado momento, no tardó en convencer a Agoney.

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