Ada (I)

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Despertó abriendo los ojos con suma cautela

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Despertó abriendo los ojos con suma cautela. Dejó que los párpados se despegasen y su visión se adaptara a la luz deslumbrante de los focos. Chasqueó la lengua, la notó pastosa en su interior, como si se deshiciera en diminutas partículas. Hizo crujir su cuello con un ligero movimiento, el único elemento de su cuerpo que se hallaba liberado. Jugueteó con los dedos, primero los de las manos, después los de los pies. Cada uno de ellos se encontraba en su lugar, al menos, aunque adormecida, seguía entera. Las cintas de cuero se aferraban a los puntos adecuados, esos que evitaban que saliera huyendo. Le apretaban las costillas, bajo los pequeños senos, aprisionaban sus tobillos, anudaban sus muñecas y presionaban los muslos. Aun portaba la bata blanca de días, horas o quizás meses atrás. El tiempo se antojaba difuso: a veces, los segundos se tornaban eternos y los minutos suspiros. Le arribaba un aroma a rancio de su propio cuerpo, fruto de la fusión del sudor y de los fluidos corporales ajenos. Se sentía exhausta y desconocía cuánto soportaría aquella situación.

Afortunadamente, mantenía intacta su capacidad para ausentarse.

Por absurdo que fuera, no había perdido la esperanza de localizar a sus amigos. Ese era precisamente su hándicap: la incapacidad para rendirse. Si se mantenía cuerda, tarde o temprano, escaparía de su infierno y... lo derrocarían. Sí, creía haber hallado la clave para lograrlo en su misión en Samhain, no obstante, la información le resultaba inútil postrada en una camilla, inconsciente la mayor parte del tiempo en una habitación que parecía reservada a la experimentación.

Escuchó sonidos tras ella. No le extrañaron. Las luces estaban encendidas porque alguien había acudido a visitarla. Trató de averiguar quién era en esta ocasión, de momento, había interactuado con tres individuos distintos, aunque todos compartían una fragancia corporal similar, lo que la llevaba a imaginar que formaban un mismo núcleo familiar. Uno de ellos parecía una mujer o, al menos, alguien aficionado a los zapatos de tacón, era el único miembro que no se acercaba lo más mínimo. Toqueteaba los utensilios de metal, mezclaba líquidos en recipientes y pasaba hojas hasta que se cansaba y abandonaba la sala. Los otros dos eran varones, no conocía sus rostros, pero Ada los había apodado como Fetiche y el Hombre del Saco. Fetiche se plantaba ante ella ocultando su identidad con una máscara de látex negra, a juego con una gabardina, unos guantes y una camisa de cuello largo del mismo color, impidiéndole adivinar nada sobre el sujeto. A veces, le hablaba y su voz sonaba distorsionada, el monólogo carecía de sentido, enunciando siempre una idéntica lista de palabras que sonaban a lengua antigua. Ada no comprendía ni su comportamiento, ni el significado de éstas, pero intentaba quedarse cuando Fetiche y la Mujer estaban presente, buscando indicios que pudieran determinar cualquier detalle que acelerara su liberación.

Sin embargo, huía cada vez que el Hombre del Saco la visitaba.

Posó sus oscuros ojos en su «invitado». Debía medir lo mismo que Fetiche, pero su constitución era mucho menos corpulenta. Estaba desnudo, como siempre, con un saco grueso cubriéndole la cara a excepción de un par de agujeros en la zona ocular. Se quedaba plantado ante ella, con su mirada anodina observándole desde sus ojos castaños, con los músculos de las piernas tensadas y la erección creciendo hasta formar un miembro grueso de punta violácea. A diferencia de los otros, de él si podía analizar su apariencia: era de piel cobriza, cuyo vello negro, grueso y rizado se esparcía en su delgado pecho, se difuminaba en su vientre definido y recobraba la fuerza entre la mata que rodeaba su sexo. Las piernas y los brazos eran largos, ausentes de grasa y marcados por cierta anatomía atlética. Siempre los movía con cierta timidez que perdía en cuanto abría las piernas de Ada y se aposentaba sobre ésta, arrancando un pequeño sonido gutural cada vez que entraba por primera vez en ella.

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