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La oscuridad de la habitación y el ruido de la fiesta en el fondo, haciendo un eco a lo lejos. Ambos están sobre la cama a medio vestir, observando el techo. Sin mirarse ni una vez.

—¿Entonces está usted muy cansado?

— Enfermo de cansancio.

...

— Veo que tú también.

El ruido del fondo es cada vez más fuerte pero ninguno de los dos se percata de él. Sus voces se oyen con suavidad, pero con la cercanía, es imposible que el otro no pueda oírlo.

A esa instancia de intimidad habían llegado ambos, pese a ser la mañana más lamentable de aquel prostituto de mala clientela. Era como si con sólo hablar con monotonía, le tranquilizara de todo ese día de rabia acumulada e incertidumbre, que acarreaba desde la madrugada sobre su espalda.

Era la mañana de un veinticuatro de diciembre y se levantaba un hombre joven que cruzaba el umbral de la puerta con languidez. Se refriega un poco los ojos manchando su mano con el delineador de mala calidad que se le había corrido por estar llorando la noche anterior.

Se sentía realmente idiota al recapitular todo lo sucedido. "¿Por qué lloras? " se preguntó de todos modos, sabiendo que no tiene el más mínimo derecho a quejarse del dolor o las cicatrices. ¿Qué importaba cuántas veces le pidió que se detuviera, qué se fuera? Era puta y como tal, se había tenido que aguantar la humillación; No era primera o última que le iba a doler, ni tampoco era primera y última que iba a sufrir una cosa así. Además, si se quejaba, otra vez iba a empezar a recibir esos comentarios que le hacían hervir la sangre.

Vivía en una casa con varias mujeres. Cada una de ellas era un poco más cruel que la anterior. Así que, ahogando en el dolor en el pecho, dejó fluir el día como a diera lugar, dejando caer el agua fría de la llave en su cuerpo a primera hora de la mañana y asegurándose de que no se le fuera a escapar ni un sólo sollozo, porque las paredes de la casa eran muy finas, sobretodo cuando amanecía.

Un hilo de sangre corrió por su pierna pero el agua estaba tan fría que ni siquiera estaba mirando. Apretaba los ojos y los dientes y se empezaba a maldecir en su cabeza, ya que aunque toda la vida la había pasado metido de casa en casa, de calle en calle, le costaba acostumbrarse al ambiente de ese nuevo hogar y lo absurdamente frías que eran todas las mañanas cada vez que terminaba de trabajar.

En el fondo, también lanzaba maldiciones hacia sí misma y su miseria. Se decía: Si fueras como ellas, apuesto que los hombres sí estarían contigo. Y después, se sentía estúpido por querer estar sujeto a un hombre. ¡Nunca los había necesitado! Como fuera, solita se había sacado adelante por la vida.

Sin embargo y a pesar de eso, en medio de tanto frío a veces tenía esa sensación de nostalgia; brazos cálidos recorriendo su piel. Una voz que le murmura con ternura que lo quiere. Una fantasía, el anhelo del recuerdo que jamás sucedió; la locura que trae luego el soñar que todo eso es una premonición. Que finalmente encontrará aquellos brazos cálidos que toda la vida había buscado. Un hombre, un amigo, una madre, un padre. Lo que fuera. Simplemente la vaga esperanza de olvidar la miseria por un momento, para sumergirse en ese amor que jamás llegaría.

Ese amor que te acaricia por las mañanas después de estar contigo. Que no te monta y te golpea, para después despreciarte, sino aquel que por lo menos, por caliente, abraza con fuerzas tu cintura para rogarte un poco más. ¿Qué importa si es amor falso? -Ese que reciben todas las demás putas menos él- era algo que, en esos momentos de intimidad consigo mismo, no dudaba en considerar maravilloso. Tal vez de la envidia que le daba que todas sus compañeras tuvieran a un hombre rogando por más en las mañanas y él sólo un lecho vacío, una ducha con agua fría; un resfrío, un mate amargo para el desayuno.

Llévame al fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora