CAPITULO III

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  • Dedicado a Lola Negra Camacho
                                    

CAPITULO III

Su jefe le había llamado la atención un par de veces y Mario no estaba

dispuesto a una tercera llamada, trató de centrarse en su trabajo y escapar

de todos los pensamientos que, sin control, campaban insultantes por su

cerebro.

La pantalla del ordenador aparecía llena de números unidos sin razón

aparente, intentó colocarlos de forma correcta para que tuvieran sentido y

se obligó a centrar todo su esfuerzo en la pantalla y en los asientos

contables.

Mario llevaba la contabilidad en una gran empresa y su vida eran los

números en todas sus versiones, entre ellos se sentía cómodo, le aportaban

la seguridad que algunas veces la vida le negaba. Se movía entre ellos con

la confianza de quien sabe lo que hace y, ante los problemas, los números

eran su mejor aliado para salir del apuro, se zambullía en ellos como quien

se sumerge en las páginas de un libro para dar esquinazo a los conflictos.

El resto de la jornada laboral logró enfrascarse en el trabajo y olvidar,

durante ese tiempo, el rostro incrédulo y horrorizado de Violeta cuando lo

descubrió, jamás debió suceder algo así.

- ¿Hoy no te vas a casa?

Era la voz de una compañera forzándole a detener el discurso de sus

preocupaciones, la mujer le sonreía desde su pequeña estatura, alzada

artificialmente sobre unos enormes tacones de plataforma, con una sonrisa

franca y amable a la que Mario respondió cuando logró arrancarse los

restos de sus problemas de la cabeza.

- Sí, ahora mismo, en cuanto termine de recoger.

- Si quieres... ¿te espero?

Mario afirmó con la cabeza y ordenó la mesa lo más rápido que pudo.

Con el ordenador apagado y la mesa colocada, abandonaron la oficina uno

al lado del otro, para salir a la calle con la intención de largarse a sus

respectivas casas, pero Mario repentinamente, invitó a su compañera a un

café. La decisión surgió sin pensar, movido más por las circunstancias que

por la propia iniciativa, la mujer se lo había puesto fácil y él no tenía gana

alguna de volver a casa.

Con un sorprendido sí que salió acompañado de la bella sonrisa de

Magda, dirigieron sus pasos hacia la cafetería más próxima, la misma que

utilizaban habitualmente para desayunar. Lo hicieron sin mirarse, ni

hablar, alcanzaron la cafetería y, perfectamente sincronizados, se sentaron

alrededor de una solitaria mesa que permanecía aislada del resto.

Mario enseguida se arrepintió de haberse dejado llevar por la falta de

voluntad, lo suyo con Magda ni siquiera había sido un impulso o un deseo

de confiar en alguien dispuesto a escuchar. No sabía por qué estaba allí,

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