Autor:Ramón López Morales

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Capitulo 1


Una promesa

Primaria: son seis años en los que conoces y te familiarizas con otros niños de tu edad, además de aprender a leer, escribir..., en fin, la gama elemental de conocimientos que se requieren para poder subsistir en esta sociedad.Para poder ingresar a estas instituciones se requiere, básicamente, que el alumno tenga seis años cumplidos, además de pagar inscripción y haber terminado el pre-escolar. Yo ya cumplía dichos requisitos.

Pués bien, recuerdo que el día que me inscribieron me dijeron que allí, en la escuela, iba a aprender muchas cosas y a conocer o muchos otros niños de mi edad, pero lo que nunca me explicaron, era que iba a estar prácticamente solo y tendría que aprender que la vida era como un campo de batalla; un lugar donde no se da ni se pide cuartel.

Y por fin se llegó el tan inesperado momento: el primer día de clases.

Mi mamá, mujer de mediana estatura, delgada, de ojos y cabello color café, me levantó más temprano de lo habitual; me instó a que me diera un baño y me vistiera para desyunar. Al terminar de comer, me paró frente a la puerta y se dispuso a pasar lista a mi atuendo de la milicia.

-Zapatos boleados, pantalón, camisa, suéter...bien.

Decía entre-dientes mientras recorría con la vista de pies a cabeza alisando mis ropas, tratando de deshacer cualquier pequeña arruga que pudiera quedar al descubierto. Por último, tomó un lápiz y un cuaderno y emprendimos el camino hacia la escuela.

Durante todo el trayecto mi madre no paró de darme consejos  y recomendaciones a los cuales, por mi natural distracción, no puse atención.

Llegamos a la escuela circundada por barrotes blancos, con dos edificios, uno frente al otro y de dos plantas cada uno, un patio central y una posterior lleno de árboles. Todos los salones presentaban en sus ventanas una guarda herrería, después me enteraría que servían de protección en caso de sismo, y una sola puerta. Entramos y nos dirigimos al salón de primer grado. Ya en la puerta mi madre me detuvo, se agachó a mi altura, me abrazó y me dió un beso.

-Cuidate mucho, vendré por ti más tarde- me dijo con cierta tristeza en su voz. 

Se incorporó y yo sólo me quedé viendo cómo se alejaba. 

Lentamente giré la cabeza hacia el interior del salón; observé a los que serían mis nuevos compañeros de clase, todos sentados y en silencio, con un dejo de expectación en sus rostros y, tan anonado estaba, que no noté a la figura femenina que se acercó hasta mi lo suficiente para tocarme el hombro.

-Bienvenido- me dijo una mujer joven, no muy alta y algo delgada, de cabello corto, de sonrisa amable y ojos de mirada tierna; era la maestra. 

La profesora me invitó a tomar asiento y no supe qué hacer, después se dirigió a su escritorio y me quedé nuevamente observando el interior del aulo con mis ojos café oscuro abiertos a todo lo que daban y a todo lo que atinaba pensar era: Hice algo malo ¡y estoy en la cárcel!

Pero la verdad era que nadie me había preparado para esta experiencia -o bueno, quizás estaba un poco distraído cuando me dijeron- A pesar de la sorpresa inicial   no tardé mucho en adecuarme a esta nueva rutina y poco a poco comencé a disfrutar ciertas cosas de la escuela, como los juegos, la amistad con los compañeros, el recreo, y por supuesto, la hora de la salida. 

Algo que recuerdo muy bien, ya que se quedó profundamente grabado en mi memoria, fue cuando un lunes que se tocó la chicharra anunciando la hora del recreo me sentí algo desanimado para jugar acompañado y, después de comer mi habitual refrigerio, decidí ir hacia el patio trasero, "el jardín de los árboles" como lo llamábamos los chicos y donde casi nunca había niños ya que, por lo general, a todos nos gustaba jugar y correr en el área del patio central, donde no teníamos obstáculos para divertirnos. En el sitio al que me dirigí estaría solo para poder sumergirme en mis fantasías sin que nadie me molestara, o al menos eso creí. Cuando apenas intentaba perderme en mi propio mundo un ruido extraño llamo mi atención. Con cautela me dirigí a la fuente de aquel sonido y descubrí a una niña apoyada en un árbol. Aquella pequeña piel clara, cabello negro y lacio, ojos color café claro y complexión delgada, estaba sollozando. Me sorprendí al verla, no sabía qué hacer; ante tales cuestionamientos decidí quedarme detrás de un árbol para ver qué hacía, pero después de un rato su tristeza me contagió un poco y en mi cabeza sólo atinaba a cuestionarme una y otra vez el porqué lloraba. Mientras, ella permanecía en silencio; de sus ojos parecían brotar gotas de luz que me desconcertaban. Una sensación extraña comenzó a anidarse en el centro de mi estómago, pero tan embelesado me encontraba que no le hice caso. Poco a poco sentí cómo esa sensación parecía llenarme, subir por mi cuerpo y depositarse en mi garganta... entonces comprendí qué era lo que pasaba, pero fue demasiado tarde, toda esa fuerza que se centraba en mí salió por mi boca en forma de un sonoro eructo. Traté de contener el sonido tapándome la boca pero ya era tarde, la niña me había descubierto. 

Bástian: siempre seremos amigosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora