Otaru, Japón. Inicios de la primavera del 2016.

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Este capítulo no está necesariamente vinculado al anterior.
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Una sinfonía fresca llenaba el lugar; el céfiro pasaba por las campanas de viento cerca de la puerta principal, generando un sonido apacible y hueco, que se mezclaba con el correr sereno del agua por las fuentes.


El bambú se mecía en una danza fluida y flexible; el aire silbaba entre las irregularidades de la piedra volcánica y los helechos.


Un hombre vestido pulcramente con una yukata azul zafiro contemplaba el estanque adecuadamente retribuido con peces koi de diferentes colores; uno en particular llamó su atención, cuyas escamas blanquecinas y nacaradas le centelleaban en las iris.


Veía su transitar constante y firme entre lirios que apartaba tras su paso acuático. Inhaló profundamente, siendo cautivado por el aire fragante a pino negro y té Ceilán.


Recargó su cuerpo en el barandal de madera que impedía su caída, extendió su mano hacia una hoja que cayó en él; rozó con sus frías falanges el contorno de esta, haciéndola caer sobre la superficie del agua, perturbando así el espejo natural en el que se reflejaba.

El pez permaneció inconmovible, meneando sus aletas grácilmente, no perdiendo la atención del hombre.


—Es un Ogon.


—Sus escamas me dan una sensación familiar, el brillo, como un recuerdo vacío. Estoy consciente de su existencia, más no de su contenido —suspiró pesadamente, no volteando la mirada hacia su interlocutor.


Hannibal miraba también el pez que tras unos momentos se alejó más allá de sus vistas. Desvió ligeramente su atisbo, mirando de reojo a Will; los hilos de viento movían grácilmente sus rizos, cubriendo su rostro mínimamente por la falta de un corte de cabello.

El cerúleo de sus ojos chocaba con el verdor del jardín tras él; su pálida piel era apenas visible por el descubierto de sus manos, su cuello y su rostro, cuyas facciones eran angulosas pero suaves a la vez. Una visión casi irreal, que recordó a Hannibal lo quimérico de su compañía.


—Los lugareños me advirtieron de la gran melancolía que podía provocar esta casa a los extranjeros. Dicen que las tristezas de la guerra se guardaron especialmente bien en la madera de cedro —se acercó un poco más, recargándose también en la baranda.


—La melancolía siempre denota el sosiego de la vida. En este punto, eso no es más que una meta cumplida —señaló con algo de ironía.


Will, quien hasta ese momento seguía concentrado en el vaivén de las plantas acuáticas, miró a Hannibal; sus ojos con ligeros destellos granate le escudriñaban sutilmente, pero el tiempo había forjado en él una habilidad para distinguir los comportamientos naturales de él.

Sonrió vagamente, no llegándole más que un gesto sereno a los ojos. El mayor se acercó lentamente a Will, percibiendo su calor corporal a través del algodón de las prendas.


—Somos más que metas y propósitos, pero no más que satisfacción y goce. Somos energía buscando vibrar de forma amena y en sintonía con el otro. Somos koi, somos amor —sus ojos buscaron los contrarios; buscaron el corresponder inseguro de los amantes, las mejillas arreboladas de la pasión, el brillo sutil de la piel amada. No encontrando lo que esperaba. Sus labios se entreabrieron, dejando caer sus cejas ligeramente tras un tiempo que se le antojó eterno—. Will, yo...


—Si lo dices, se hará más irreal de lo que ya es... —el llamado aumentó la cercanía, acarició la manga del mayor buscando sus tacto más allá de la extensión de las telas; buscó sus manos tibias que más de una vez habían sostenido su nuca acariciado sus acaracolados mechones, dándole el soporte que necesitaba para no caer. Deslizó su tacto por el brazo de Hannibal, palpó la mano del contrario por dentro de las mangas, sintiéndola áspera y varonil; entrelazó sus dedos en el interior de aquel túnel de tela. Su mano izquierda imitó a la primera, uniendo sus cuerpos en un contacto suave y candoroso.

Futuro ideal. [Hannigram]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora