C1: Parpadeo

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Apenas tocaron mis pies la fría calle de piedra recordé por qué había abandonado este horrible lugar. Tan frágil en mi memoria, la razón cruzó mi cabeza como un rayo. Literalmente la cruzó, porque así fue que morí de un disparo. Mi cuerpo inerte cayó como una partícula de polvo más, sin importar por qué, ni cuándo, mucho menos dónde. Morir es lo más aburrido que le puede pasar a alguien, ya que es lo único que con certeza le sucederá a todos.

Pero no es para asustarse. La muerte, cuando llega rápida e indolora, no se diferencia de un parpadeo, y esa es por más, la parte menos interesante de mi historia.

Aunque con el tiempo aprendí que todos experimentan la muerte de un modo diferente, en mi caso me mantuve en la misma posición en la que morí, tendida en el suelo, perpleja, mirando el cielo convertirse en un violentísimo torbellino de nubes y oscuridad, con fugaces resplandores azules bailando entre las nubes junto con el estruendo ensordecedor de una tormenta de magnitudes inenarrables. Llovía agua tan helada que quemaba, ardía, y el viento parecía luchar por levantarme hacia el cielo, aunque había clavado mis uñas en la tierra para aferrarme. Es tan tonto decir que temía por mi vida.

El viento cambiaba de dirección a cada segundo y parecía iba aplastarme. La presión del ambiente empezó a aumentar, había comenzado a oír ese horrible chirrido en los oídos y requería más esfuerzo hacer movimientos (no era necesario respirar). Me sentía más pesada, más débil, y en cuestión de minutos todo el cuerpo me dolía.

Era cada vez más el ruido y la presión. Ya casi no podía abrir los ojos, pues el cielo estaba cambiando de color tan rápidamente que encandilaba. Eran además colores vívidos y fuertes, chillones y relampaguantes, impropios del mundo natural. No faltaba mucho para que mi cuerpo fuera triturado por la presión.

Entonces algo apareció a mi lado. No ví de dónde vino, de repente llegó, sin moverse más. Intenté distinguirlo, pero estaba vestido de negro y mis ojos, atacados por las incesantes gotas, lo mimetizaban con el cielo. Me asusté e intenté incorporarme, pero estaba congelada.

La pequeña figura oscura extendió un corto brazo hacia mí y retiró su capucha, revelando que era humano, un niño de no más de seis años que no tenía cara.

No pude evitar gritar de horror dar un salto lejos de él, o al menos lo intente, ya que el aire era tan pesado que empujó hacia abajo de nuevo. Era como si estuviera encadenada, no me podía mover, solo pude girar la cabeza al otro lado con un esfuerzo sobrehumano. No lo podía mirar, esa imagen... era demasiada la impresión. Si no hubiera estado muerta, me habría dado un infarto. La gente cree que está preparada para ver este tipo de cosas, cuando en realidad todos somos mucho, muchísimo más cobardes de lo que creemos.

"Ven." lo oí decir. Yo le estaba dando la espalda y tenía los ojos cerrados, tensos todos mis músculos por el miedo, y también para resistir mejor el caos que me rodeaba.

"¿Quién eres?" grité con todas mis fuerzas, intentando vencer a los truenos.

"No lo sé." respondió tranquilamente.

"¿Qué es esto?" grité, aún sin mirarlo. No sé si me habrá oído.

"Arriba." dijo él.

Me di vuelta, y con los ojos cerrados me intenté levantar, pero estaba exhausta, como si mi cuerpo hubiera perdido toda fuerza. Apenas pude extender un brazo para que me ayudara. Se sintió como si un yunque me hubiera caído encima. No sé cómo tenía tanta fuerza, pero el niño me incorporó de un tirón, a mí, una mujer de casi treinta años.

Y así como nos paramos lado a lado, la tormenta paró, se normalizo la presión del aire, y con él el abasallante dolor, y pude respirar tranquila antes de que un rayo nos cayera encima.

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