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Las luces del amanecer comenzaban a filtrarse por las cortinas de aquel pequeño apartamento londinense. El trinar de los pájaros se oía suavemente en el exterior, y aquella cálida mañana veraniega era presente en su máximo esplendor.

Brian abrió los ojos lentamente, despertando. Sonrió al notar el ambiente, la habitación y al chico rubio que tenía al lado, que seguía durmiendo plácidamente.

Apoyó el codo en la almohada y se dedicó a mirarlo, a repasar sus facciones y a sonreír en aquello. Su cabello, dorado como el trigo, estaba despeinado y le caía revoltosamente sobre los hombros y la frente, sus ojos, azules y profundos como el océano, permanecían cerrados, haciendo que sus largas pestañas se juntaran; su boca, rosada, dulce y esponjosa, se mantenía entreabierta y pese a que de ella salía un ligero hilo de saliva, a Brian le pareció lo más hermoso que había visto.

Sus manos y sus brazos estaban acurrucados en la almohada, y se mantenía frente a él. Brian podía notar como su respiración era efectuada. Inhalar, exhalar. Inhalar, exhalar. Una y otra vez, en un ritmo apacible, y un movimiento casi imperceptible. Así que sonrió y comenzó a trazar su delgado dedo sobre las facciones del chico. Su frente, sus mejillas, su nariz, y finalmente sus labios. El rubio emitió una pequeña sonrisa y un murmullo. Brian sabía lo que aquello significaba: Roger estaba despertando.

Y entonces aquellos dos ojos se abrieron. Aquellas dos pestañas se expandieron y su pequeño mundo pareció iluminarse con tan solo aquel pequeño acto. Porque los ojos de Roger eran como las aguas de un río que corre por una ancestral montaña, pasando por un verde prado, y que sirve de espejo para el majestuoso cielo azul, que de noche es capaz de adornarlo con miles de estrellas. Los ojos de Roger eran como las aguas que pasaban por un prado donde el hombre jamás ha estado y jamás lo estará. Tan puros, tan limpios y tan hermosos. Tan únicos.

Y claro, Brian podía jurar viajar a aquel prado cada vez que veía los ojos del rubio.

— Hola, mi amor —lo saludó al notar cómo despertaba para volver a repasar sus facciones con su dedo índice—. ¿Dormiste bien?

— Espectacular —respondió y rió un poco por las ligeras cosquillas que le causaban las caricias.

— ¿Te gusta esto? —preguntó Brian tras un silencio.

— ¿Qué cosa? —preguntó Roger con los ojos cerrados—. ¿Las caricias? Me fascinan.

— Me refiero a vivir juntos —rió un poco—. Dormir abrazados, despertar junto al otro...

— Ah... —comprendió—. Pues me fascina aún más.

— A mí también —besó sus labios con castidad y volvió a acurrucarlo en sus brazos—. ¿Quieres que te prepare el desayuno?

— No, estoy bien, gracias, ovejita —sonrió—. Quiero quedarme contigo...

— No puedes quedarte sin desayunar —rió un poco.

— Pero quiero abrazarte... y que me abraces tú... —repuso con un puchero.

— Está bien —sonrió negando con la cabeza y lo acurrucó en su pecho—. ¿Así?

— Así —sonrió y lo abrazó—. Quiero que nos quedemos así por siempre.

— Yo también —coincidió y depositó un beso suave en su cabeza—. Pero tengo hambre, ¿quieres comer?

— Bueno —accedió riendo un poco. Brian se levantó y caminó a la cocina. Aún no tenían muchos muebles, solo mercadería y los que habían puesto al llegar. Las dos sillas de playa se mantenían en la sala de estar, y el mueble que había pertenecido a la habitación de Roger, se encontraba en la habitación de ambos, con algunas prendas y numerosas fotos de ambos.

Grown Up [Maylor]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora