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III

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Albert


Cuando la mano de la chica que tenía al lado chocó contra la mía, la miré fijamente sin saber qué hacer. Era tan hermosa que me dejó sin habla. Todo en ella parecía brillar, desde su cabello rubio hasta su atuendo negro. Pensé que me quedaría mudo, pero ella, con cierto nerviosismo, me dijo que mi camisa estaba genial, y eso me animó a contestarle.

     —Gracias —le respondí, inclinando la cabeza con un gesto nervioso—. Esta es una de mis camisas preferidas.

     —Parece que te gustan mucho las pulseras —prosiguió ella, observando las que andaba.

     —Siempre he sido fanático de andarlas. A ti no te veo ninguna.

     —¿Te parecerá raro si te digo que nunca he usado una?

     —Siendo yo un apasionado por las pulseras, claro que me parece intolerable que nunca hayas usado una. ¿Sabes qué? —La miré con una sonrisa nerviosa—. Quiero que hoy sea el día que comiences tu aventura con las pulseras. —Tomé la pulsera con la figura de mariposa y saqué el dinero para comprarla.

     Sabía que estaba haciendo una buena acción. Había algo en mi interior que disfrutaba teniendo este tipo de actos. Además, eran cosas que me ayudaban a mejorar mi parte social.

     Me despedí de la chica y me dirigí a la salida, pero su voz vociferando me frenó.

     —¡Oye! Me encantaría saber el nombre del chico que me regaló mi primera pulsera.

     —Me llamo Albert, mucho gusto.

     —Elena, me llamo Elena.

     Tuve la intención de estrechar su mano, pero mis nervios me obligaron a mantener las manos en los bolsillos de mi chaqueta.

     —Mucho gusto, Elena. Nunca te había visto por aquí.

     —No suelo salir mucho.

     —Ya somos dos. Espero que disfrutes de tu pulsera. —Caminé hasta la salida y antes de irme me volteé para contemplar de nuevo a la chica. Estaba muy hermosa, y creo que no se daba cuenta de eso.

     Había hecho un intento de socializar de manera más o menos normal. Las recomendaciones que me daba el psicólogo eran esas: perder la timidez y no encerrarme mucho en mi mundo. A veces se me hacía imposible; no era fácil manejar una vida como la mía. Parece que la chica notó que cargaba un montón de nervios. Mi ansiedad social era algo que traía en mis hombros desde la adolescencia. Sin embargo, en ella pude notar lo mismo, como si estuviera pasando por la misma situación.

     Volví a mi edificio y miré que Alondra me estaba esperando en la puerta de mi apartamento. Ella era mi vecina cercana, y con la que más hablaba.

     —¡Hey, Albert! —me dijo con mucha euforia. Al parecer, llevaba un largo rato esperándome.

     —¿Qué pasa? —le pregunté, y busqué las llaves de mi apartamento en el bolsillo de mi pantalón.

     —Te traje algo de pastel de mi cumpleaños. —Me entregó un plato con una gruesa rebanada—. Creí que te gustaría porque es chocolate. Recuerdo que dijiste que era tu favorito en una de esas pocas pláticas que he logrado tener contigo.

     Asentí con la cabeza.

     —No tenías que molestarte, Alondra. Muchas gracias, de todos modos.

     —Cualquier día de estos, estás invitado venir a cenar con nosotros. Le caes muy bien a mi hermano.

     —A mí también me cae bien Robert. Es un niño simpático.

     —Por cierto, —dijo ella, cambiando su tono de voz por uno más serio—, te quiero pedir un favor. Esta noche me toca trabajar hasta tarde, ¿puedes estar pendiente de Robert? Solo le diré que, si siente que está en problemas, venga a tocarte la puerta.

     Alondra era una chica de diecinueve años, trabajaba de mesera en una pizzería y vivía con su hermano menor. Nunca le había preguntado por qué vivían solos, porque no quería entrometerme en cosas que no me importaban. Imaginé que habían tenido problemas con sus padres, similares a los que yo tuve.

     —Por supuesto, no te preocupes —le dije mientras introducía la llave en la cerradura de la puerta—. Y, con respecto a lo de la invitación a cenar, no te puedo dar una respuesta clara. Ya sabes, vengo demasiado cansado de mi trabajo.

     —En fin, tengo que irme porque estoy cocinando algo. —Se despidió, volviendo con prisa a su apartamento.

     Al entrar a mi apartamento, le eché una mirada a la pecera de mi tortuga y caí en la cuenta de que se me había olvidado de darle de comer. Solía hacerlo todos días antes de irme al trabajo. Los sábados, al ser mi día libre, casi siempre lo olvidaba. La comida de Baxter se encontraba en el segundo cajón de mi mueble de cocina, junto a las cosas que necesitaba para bañarla. Tan pronto como la encontré, me volví hacia la pecera y le eché de comer.

     Baxter tenía un gran significado para mí, ya que me la regaló una persona que fue muy importante en mi vida.

     Me pasé toda la tarde durmiendo y la noche me cayó encima. ¿A quién no le pasó? Dormirse en la tarde y despertar como si fuera otro día. Ese era mi típico malentendido los sábados. Me levanté y supe que era el momento perfecto para escuchar música.

     La música era la medicina para curar el alma. Aunque, algunas veces, era un arma de doble filo, porque era capaz de hundirme más. Pero, a decir verdad, era satisfactorio hundirse con mucho arte. Sabía que no era el único que lo hacía: la mayoría de nosotros, cuando estamos tristes, buscamos música triste para sentirnos todavía más tristes.

     Me incliné sobre el respaldo de mi sillón y recordé a la chica que había visto en la tienda de pulseras. Nunca había contemplado una mirada tan hermosa. Pensé que, tal vez, debí haberle pedido su número, pero mi introversión, como siempre, ahogaba mis deseos. Ahora bien, esta vez, al menos, tuve el valor de entablar una conversación. Y eso era un avance importante.

     Esta misma noche, antes de dormir, recordé de nuevo el bonito gesto que tuve con la chica. Había dejado ir la pulsera con la figura de mariposa —que quería comprar desde hace tiempo— por regalársela a ella. 

La chica que parecía imposible ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora