Capítulo 35: Caretas

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Pensé que era una buena persona, que era una madre preocupada por su hijo, que vivía como una mujer decente. Diana parecía la madre perfecta, aquella que a mí me arrebataron. Todos la recuerdan de esa manera, y es que muchas veces las caretas que se colocan las personas son tan poderosas, que logran ocultar por completo lo que realmente son. Solo basta con observarme a mí, nadie en su vida se imaginó que yo sería el monstruo detrás de aquellos asesinatos. Un ser frío y calculador que fue capaz de terminar bruscamente con la existencia de aquella madre ejemplar, con el latido de aquel corazón putrefacto, de aquella prostituta barata que era realmente la madre de Nicolás.

Me miró con detenimiento en el funeral de Camilo. Todos lloraban por la repentina decisión que había tomado el muchacho, tan solo que ella solo estaba pendiente de mí, del verdadero culpable. Solo ella lo sabía, solo ella lo sospechaba y es que me vio entrando en la casa esa misma noche. ¿Qué haría a esas alturas de la madrugada? ¿No era evidente? Algo tenía que ver con la muerte de mi primo. ¿No es extraño que tan solo al llegar a Lo Aromo comenzara a inundarles la muerte? Claro que no era una coincidencia, y es que a esa casa había llegado a morar el mismísimo demonio.

No se atrevió a hablarme, solo me enjuiciaba con su mirada y con su detenimiento. Se transformó en un halcón que tenía muy de cerca a su presa. Y tal vez ese fue su peor error, imaginar que podría estar cerca de mí en todo momento y que no me percataría de sus propios secretos. Cuando te acercas a otros no solo eres capaz de ver los defectos de tu interés, sino que también dejas a la luz tus propios escollos. Si yo puedo verte, tú también a mí, y por eso es tan peligroso perseguir a alguien.

Pasaba toda la mañana con su pequeño hijo, le daba de comer y salían a pasear por el campo. Se reían juntos, jugaban y se entretenían, eran dos buenos amigos y confidentes. Todo aquel que les viera sentiría envidia.

Estaba temeroso, esperando a que la mujer decidiera confesar toda la verdad y el resto se enterara de mi monstruo interior. Temía la reacción de Felipe. Mi amado poseía buen corazón y era evidente que no me perdonaría, que no aceptaría todos los sacrificios que hice por él, para conseguir su preciado corazón. Estaba tan cerca de lograr mi meta, de cumplir la promesa que le hice a Carolina. Sería feliz de verdad, junto al hombre que siempre he amado. Todo aquello que hice para lograrlo cobraría significado y podría expiar mis culpas de una vez por todas. Estaba a nada de alcanzar mi sueño.

Esa mujer se convirtió en mi último impedimento, en el último obstáculo que debía sortear.

Un día decidí salir a caminar por el campo. Me asfixiaba la mirada inquisidora de Diana, por lo que fui buscando un respiro. Usualmente salía a pasear con Felipe, pero no estaba en las condiciones como para fingir estar bien. Me percibía irritable y todo por culpa de esa ramera, de esa mujerzuela a la cual descubrí esa misma tarde, cuando la encontré sin careta, desnuda ante los ojos del mundo mostrando su verdadero interior.

Caminé por horas entre los manzanos y ciruelos que repletaban el horizonte de la gran hacienda Goycolea. Me gustaba pensar que Carolina también había recorrido aquellos parajes y de cierta forma, al hacerlo yo también, me estaba reuniendo con su esencia.

El silencio me invadió cuando el sol comenzó a desaparecer, las cigarras daban inicio a su serenata y la luna aparecía en el firmamento tímidamente. No había más que naturaleza a mi alrededor. Era momento de regresar, y mientras seguía el sendero de vuelta a la casona, comencé a escuchar gemidos. Era lo suficientemente adulto como para saber que se trataba de una pareja manteniendo relaciones. Supuse que se trataba de algún peón que necesitaba intimidad con su esposa e intenté seguir fingiendo no haber oído nada.

Sin embargo, algo en mí me dijo que necesitaba conocer los rostros de esos amantes, por lo que sigilosamente me acerqué. Me escondí detrás de un árbol, camuflado entre las ramas y el tronco, agudicé mis sentidos y de a poco el misterio se reveló ante mí. No se trataba de cualquier mujer, no era una campesina cualquiera, no se trataba de una desconocida, sino que de la misma señora que me enjuiciaba por sus sospechas.

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