Más allá de la fosa

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Reflejo de ojos en los que navega, cabellos de nube en el cielo que desprenden gotas de esperanza tras la pérdida de un final. Sus barbas blancas y sus ropas empapadas son la muestra de su esfuerzo por llegar justo al centro del mar. El metal choca contra la marea furiosa provocando el crujido de los huesos del que se mantiene en pie, del que danza por encontrar lo que alguna vez perdió bajo las misteriosas sombras de las profundidades. La lluvia crea un lago en sus pies, y sus botas comienzan a arrugarse como su piel. Lanza la red esperando encontrar algo más allá de lo que sus ciegos ojos alcanzan a divisar. Nada, una vez más se retira sin encontrar su tesoro. Se pregunta qué ha de hacer para volver a verla, cuántas leguas más ha de recorrer para hallar la fosa.

El mástil de metal vuelve a apretar el bicep que jala la cuerda de su espíritu, ni una sola nube deja entrever los rayos del sol que hace semanas se ocultó ante las aguas. Las pupilas del anciano se mojan confundiendo sus lágrimas con las del cielo. Camina un par de pasos entre el olor a sal que lo envuelve y vuelve a accionar la maquinaria. Esta vez algo aparece; un vestido de antaño que alguna vez regaló en su juventud. Es un recuerdo flotante que le hace sentir el latido de su corazón una vez más. La niebla calipso del ambiente puede ser una señal más de lo que los muchos años le han susurrado. Se acerca al núcleo marino, al punto en donde no hay retorno, a la esclera de las diosas que mecen la popa.

El efecto de no recordar ni su nombre puede ser por la vejez, tal vez, después de tanto tiempo navegando, las memorias pasan a ser solo escalones que se oxidan por el aire salino. Su pecho se asoma por la amura del barco y sus manos, casi incoloras, tocan el mar que ya no lo humedece. Es entonces que sus ojos al fin notan la suavidad de aquella a quien buscó. Un canto esperanzador aflora entre la superficie y lo toma del cuello para besarlo una vez más. Esos labios, fríos y con sentimiento de coral, que en la juventud lo llenaron de vida, ahora son solo un espejismo azulado que flota alrededor del casco. Un gemido sin voz nace de su garganta, una llamada de auxilio ante lo que cree es su esposa. No es tortuoso imaginarlo, no duele verlo frente al cráneo que devoran los peces, es maravilloso en muchos aspectos en los que solo él puede concebir.

Muchos son los sentimientos que explotaron tras un segundo, las olas monstruo que bailan cual tango de velas lo envuelven en el oxígeno que creyó había sido arrebatado. Sigue de pie en las aguas de metal que lo mantienen navegante. Los vidrios de sus aposentos no han sido destruidos y solo la máquina es quien ya ha muerto. La electricidad y los motores se han descompuesto y sus pulmones son los que siguen corriendo sobre el ojo del mar. Decide sentarse al fin entre el gélido líquido que mezcla ambos cielos, tal como un espejo frente otro, crean un portal que muchas veces vio en sus días como pescador. Ya no busca alimento para volver a su hogar de madera, no espera regresar a su cálido fuego que lo espera entre cenizas y ladrillos. Es la última pesca que recrea como un bucle, y al fin la magnánima caña logró arrebatarla de las profundidades.

E ahí, la silueta de la perfección, volando cual espectro alrededor de la eslora con sus curvas de espuma. Sus brazos se extienden más allá de la muerte invitándolo a dar un paso sobre el aire sólido que lo mantiene respirando. Las nubes abren un hueco, el sol se asoma con sus dedos de luz y atraviesa hasta lo más profundo de las paredes de piedra y corales, de negrura y brillante. La fuerza de sus huesos es escasa pero suficiente para dar un último abrazo a quien robó su vida. Ya no se siente el agua entre el ropaje, los círculos marinos crean estelas con las estrellas de lluvia que bajan hasta las puertas del celeste. Sus extremidades tiemblan, pero los ojos que tanto esperó ver, con las mismas olas en las que dedicó su vida de expedición, son la calma y el arrullo más tranquilizador entre el agua que entró por su boca y nariz. Sus pies vuelven al barco que alguna vez llamó hogar, es en el preciso momento en el que su botín en vida toca el suelo temblante en donde la palabra toma sentido. Un baile antes de partir a casa nuevamente, antes de poner la mesa con la pesca y preparar los estofados que con mucho cariño servía a su mujer. Los cabellos comienzan a confundirse con el agua que salpica sus rostros, el aire es frío y sus ojos se tornan espesos. Hace tantos años que no veía el sol alumbrar con la potencia de a quien toma ahora por la cintura en un acto de misericordia. El motor renace y el petróleo se quema bajo la quilla. La distancia que existe desde la superficie hasta la cocinilla en donde piensa recibirla con el guisado que ella ama, es casi nula. Una sonrisa resulta en el emparejamiento, sus manos se entrelazan con el oro convertido en cuerpo, sus palabras son melodías bajo el mar y tras un arrebato de aire, expulsa las palabras que lo salvaron de la oscuridad.

El viento cesó, la lluvia choca contra el vidrio de millares de altura que ya no le humedece el rostro. Sus pies se posan en la arena negra y la noche en la que vivió por años se transforma en luciérnagas marinas que lo rodean apoyadas al barco. Estando tan abajo pareciera flotar en la atmosfera, en donde nadie conoce más que su nombre y sus maravillas, sus misterios y lo desconocido, él sí lo hace, él sí lo sabe. Más allá de la fosa, con sus pies en la arena profunda y los sonidos de criaturas que lo acompañan, con las manos de su amada y los vestidos que danzan como tormenta, puede descansar en paz. 

Voces de una mente distorsionadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora