—Es allá —Susurró, mientras que Vincent le sostenía la puerta con fuerza.
—¿En serio necesitas ir a por eso?
—Me lo dio mamá.
Vincent suspiró. Tomó el aire necesario para dar una buena carrerilla y apretó los puños. Los pasos, empujando su peso hacia adelante, provocaron el estruendoso sonido de las tablas en el suelo. La luz de la oscuridad seguía el sonido detrás de él. Vincent llegó sano y salvo al comienzo de la escalera, sin embargo, aún debía subir los peldaños esperando no encontrarlo de frente.
Emma, por su parte, temblaba tras la puerta. Observaba a Vincent por el brillo que entraba en la cerradura. Sus rodillas se movían fuera de su voluntad. Estaba helado, Emma sentía que estaba helado. No solo afuera, sino también dentro del cuarto. La ventana estaba cerrada pero las cortinas bailaban, distorsionando las sombras proyectadas en el piso. ¿Qué podía hacer una niña de nueve años en esa situación? Su hermano le habría dicho que nada, que no podría hacer nada. Tal vez se hubiese arrepentido, después de todo, mamá siempre la quiso más a ella que a Vincent. Emma nunca prestó atención a los detalles. A esa edad solo quieres jugar en paz y que te sirvan un plato de comida bien sabrosa y caliente. No tanto, para no quemarte. Así lo habría dicho mamá. Se preguntaba a donde habría salido con papá a esas horas.
Desde la escalera, Vincent podía ver la sombra de los piecitos de Emma bajo la puerta. Se veían más grandes de lo que él recordaba. La tensión del momento le hacía pensar demás. El perchero estaba vacío, pero las llaves estaban colgadas. Por un momento, sintió el miedo nacer en su estómago. Se detuvo al escuchar que alguien corría con prisa en el segundo piso. «¿Papá?» Pensó. Podría venir por las joyas de mamá, pero no sabría encontrarlas. Se estaba demorando mucho y Emma contaba con él. No se irían sin él.
Sobre el sillón de cuero, frente a la chimenea, había trozos de pelo. A mamá nunca le había gustado que quedara pelo suelto sobre los muebles. Menos sobre el sillón que le dio su padre. Emma observó como de apoco la soledad inundó el primer piso. Vincent dio dos zancadas hacia el piso de arriba y la dejó sola en el cuarto. No lo hacía apropósito. Ella mandó a buscarlo. No sabía si lo que brillaba afuera era la luna o un faro de la calle. No quería despegarse de la puerta. Entendía el porqué, pero a pesar de que su hermano no estuviese allí, debía mirar.
Y eso hizo.
El pasillo estaba sumido en la oscuridad. No se veía más que el titilar de las pequeñas alarmas ubicadas en las esquinas. Un rojo fulgorizante. Alarmas que se prendían al más mínimo movimiento y que por algún motivo que ella desconocía, no estaban funcionando. Al menos no sonaban.
Para tener solo nueve añitos, tenía buenos conocimientos. O eso ella creía. Mamá siempre le decía eso.
—Te enseñaré todo lo que mi padre jamás me enseñó —Decía cada que la tomaba en brazos.
Y eso hacía a la larga. De vez en cuando encontraba algo nuevo que enseñarle. Sin embargo, siempre se preguntó por qué Vincent la miraba a la distancia cuando su madre se le acercaba. Tal vez no le gustaba compartir su cariño. O solo era un buen hermano y la dejaba disfrutar el frío que le daba mamá cada que la abrazaba. Le hubiese gustado compartir ese amor con él.
«¿Dónde demonios lo dejaste, Emma?» Se maldecía Vincent, mientras que buscaba en silencio el encargo de su hermanita.
La pieza, decorada por el incoloro rosado que ahora se transformaba en un espeso negro, estaba bajo la influencia de un gélido calor. Le desagradaba. Conocía esa sensación. El pasillo seguía crujiendo y Vincent seguía buscando. Bajo la cama, entre el closet, dentro del baúl, sobre los muebles y nada aparecía. Al momento de abrir las pesadas cortinas vio algo que no deseaba. Ahí estaba, colgado en la rama del manzano en el jardín.
Vincent se demoraba mucho, y ya se sentía impaciente. Lo escuchaba correr sobre su cabeza, votando polvo por donde se movía. La poca luz combinada con el exceso de penumbras fuera de la habitación, entraba periódicamente por debajo de la puerta. Emma notaba como la pequeña línea blanca que atravesaba la cerradura dejaba trozos de vacío en el aire cada vez que se interrumpía. Su ojo se posaba curioso, pero lo único que distinguía eran las luces rojas pestañeándole a la silueta que corría hacia el pasillo y volvía como si hubiese perdido algo. Si mamá estuviera aquí no permitiría que corriese tan rápido. Al menos que estuviese descalzo. Sin embargo, Emma no distinguía si usaba zapatillas, zapatos o si solo lo recubría su oscura piel.
Intentaba avanzar rápido y sin ruido, pero era inevitable. Se había percatado de lo que buscaba y lo había posado ahí apropósito.
«¡Las llaves, maldición, las malditas llaves!»
No estaban en ninguna parte. No querría dejar a Emma mucho tiempo dentro de esa maldita habitación. Papá lo había dicho, ese cuarto le daba mala espina. ¿Por qué demonios no llegaban? Ya era pasado las dos de la madrugada. La cocina, bajo el segundo piso, dejaba entrar un poco más de esa inconcebible luz. Iluminaba el mandado. Los muebles en donde mamá guardaba la mercadería estaban cubiertos por polvo, pero extrañamente relucientes. Las llaves sonaban por sí solas dentro de una taza color negro que no pudo encontrar hasta que le apuntó a él. Pudo abrir la puerta, apretando cada músculo por si alguien salía por ella. Ya lo tenía en las manos.
Una puerta se abría y otra se cerraba. No podía irse sin su peluche. El traslucido pomo de la puerta comenzó a moverse. El movimiento era suave. Emma conocía esa forma de abrir entrar a los lugares. Las sombras debajo de la puerta cesaron y la luz de las alarmas brillaron.
—¿Mamá? —Musitó Emma.
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Voces de una mente distorsionada
CasualeNinguno terminará bien. Cuentos, relatos y poemas. Todos independientes el uno del otro y, a la vez, tocando temas similares entre sí. Voces de una mente distorcionada es un libro que impregna la sensación de un esquizo-afectivo y cómo se relaciona...