Siria

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Siria


Algún lugar de Siria, 2018



No había ni un ápice de dignidad en aquello.

Cuerpos mutilados, ensangrentados, tirados de cualquier manera, como si la muerte los hubiese sorprendido en el peor momento.

Me incliné hacia un lado, sofocada por una arcada, pero unas manos me sujetaron de la cintura y tiraron de mí, sin darme opción a vomitar el agua que había bebido una hora antes, y que era todo lo que tenía en el estómago.

Iba descalza y mis pies pisaban..., no sé lo que pisaban, porque no quería verlo, ni saberlo. La sospecha era suficiente para que no quisiera seguir andando por esa calle.

Los mismos brazos que me conducían calle adelante, de forma apresurada, me izaron como si no pesara más que un saco de plumas.

El hombre me cargó sobre uno de sus anchos hombros sin pedir mi opinión. Era una postura bastante humillante, que no hubiese tolerado en otras circunstancias, pero que agradecí en ese momento. Cualquier cosa antes de seguir pisando los restos humanos desparramados en el asfalto.

De todas formas, y solo de pensarlo, vomité el agua.

—¡Joder! —exclamó mi portador.

—Lo siento —murmuré.

Él me chistó para que guardara silencio, y se acercó a uno de los otros hombres al que le dio una orden apresurada.

Este asintió y echó un vistazo, antes de quitarle a un cadáver unas botas viejas, pero flexibles.

El que me cargaba dio una orden y los hombres se repartieron a izquierda y derecha de la calle, parapetándose en zaguanes derruidos y entradas de viviendas, tan laceradas por las balas que parecían a punto de desplomarse.

El hombre que cargaba conmigo y el que recogiera las botas, se pararon en un portal. El de las botas se apostó al pie de las escaleras, apuntando con su arma hacia arriba, y mi porteador me hizo sentarme en el suelo cubierto de cascotes.

Tenía cara de enfadado, supongo que yo también lo estaría si alguien acabara de vomitarme en la espalda.

Aun así, se quitó el shemagh que le cubría la cabeza y me limpió los pies con él.

—Lo siento —volví a susurrar.

Él no dijo nada, ni siquiera me miró. Me puso las botas del muerto, que me iban enormes, e indicó a su compañero que seguíamos.

—La mano en mi espalda y no te despegues —me dijo, antes de salir de nuevo a la calle pavimentada de muertos.

Ya no quise mirar, temía una nueva arcada.

Las botas me iban enormes y estaban húmedas por dentro. La plantilla debía hacer mucho que se había fundido con la piel de los pies del dueño, pero no me importaba, al menos ya no pisaba nada viscoso.

Los seis hombres, por delante de nosotros, apuntaban con sus armas, alternativamente, a lo alto de los edificios y al frente.

La luz grisácea del amanecer hacía cada vez más nítidos los cuerpos caídos, la sangre no era roja ya, tenía un tono amarronado, enfermizo.

Contuve un sollozo.

Acababa de ver la puerta de una casa incendiada. En la entrada se amontonaban varios cuerpos, seguramente la familia, todos carbonizados.

Resbalé en un charco de sangre y estuve a punto de caer. Me agarré con más fuerza a la camisa del hombre que me precedía.

Entonces, cuando la luz naciente hizo visible el caos en donde nos habíamos metido, quise cerrar los ojos. No era solo la calle que acabábamos de dejar atrás, era la adyacente, y la otra, y la de más allá. Como si a una deidad colérica se le hubiera ido la mano y mandado a sus emisarios más crueles a exterminar toda una población.

El colmo fue ver el cadáver de un bebé destripado, arropado todavía por los brazos de su madre, también muerta.

Mi cordura se iba a hacer trizas, las fuerzas me abandonaron y caí de rodillas.

No podría soportar aquello.

Calles sin almasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora