Vespertino

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Hay días que parecen existir solo para contrariarnos o probarnos. Desperté feliz pensando en Ingrid, la astrónoma nórdica de cabello rojizo. Fui a la tienda que servía de comedor para buscar una taza de café y todos comentaban sobre la tradicional fiesta del trigésimo día de la travesía, que se realizaría aquella noche. Me imaginé danzando con la astrónoma bajo el lindo cielo de estrellas del desierto. En ese momento vi a Ingrid conversando con un peregrino que, así como yo, viajaba hacia el mayor oasis del desierto con la intención de conversar con el sabio derviche, "conocedor de muchos secretos entre el cielo y la tierra". Ingrid se reía bastante. Él se llamaba Paolo, un italiano muy popular en la caravana. Era guapo, simpático y gentil. Tenía una conversación agradable; yo mismo ya me había reído a carcajadas de sus historias, siempre divertidas. Paolo era el brazo derecho y heredero de su padre, un rico industrial de Milán. Tenía la edad de Ingrid y, así como la astrónoma, parecía tener el don de seducir. Ellos conversaban como si nada más importara en el mundo. De inmediato me sentí mal. Un gusto amargo en la boca y una acidez en las entrañas indicaban la danza de los celos dentro de mí. Aunque no tuviera nada con Ingrid, no perdía la esperanza. El plantío ardió en fuego cuando ellos emparejaron los camellos para hacer juntos la travesía de aquel día. Enojado, escupí el café.

Sin deseos de hablar, seguí solitario la marcha. En vano, intentaba transmutar los celos, pues ya había aprendido mucho sobre las sombras. Al mismo tiempo me decía a mí mismo que nadie es dueño de nadie, que debemos respetar las elecciones ajenas, aunque sean contrarias a nuestros deseos; que aunque necesitemos de las relaciones como lecciones de perfeccionamiento y la puesta en práctica de las virtudes, la felicidad no exige la presencia de nadie a nuestro lado, pues es una conquista interna. Cualquier dependencia emocional será siempre una cruel prisión que impide el encuentro con la imprescindible libertad. Conceptos verdaderos y valiosos que yo había aprendido en el transcurso de mi jornada cósmica. Sin embargo, de otro lado, los celos me respondían diciendo que Ingrid era una ingrata, que parecía haber olvidado los bellos momentos que habíamos compartido juntos. La astrónoma tampoco estaba considerando la dedicación que yo había tenido con ella cuando fue mordida por una serpiente días atrás y cuando estuvo a punto de fallecer. Los celos también me sugerían un supuesto interés de Ingrid por una vida maravillosa que tendría al lado de Paolo. Me mostraban a la astrónoma cercada de lujo y facilidades, paseando por la bellísima Costa Amalfitana, con sus óptimos restaurantes de chefs renombrados y cómodos hoteles, en camas revestidas de finas sábanas de lino. Los celos me decían que yo nunca podría proporcionarle una vida parecida. Los celos me cuestionaban si sería posible que otra mujer me complementara como Ingrid.

Era una batalla de vida y muerte, como supuestamente son los combates librados en lo más íntimo del ser. En un primer momento parece que existen apenas dos opciones: todo o nada. Así me sentía cuando llegó la orden para que la caravana parara al medio día para un breve descanso y una refección ligera. Al desmontar del camello pensé que no me quedaba nada. Mis piernas tambalearon; me sentía débil, como si la vida se escurriera dentro de mí. Solo me quedaba el vacío. Me sentía hueco.

Sentado en la arena, intenté comer una támara. La fruta, siempre dulce, me pareció ácida e intragable. Yo sabía que debía rescatar la fuerza de mi alma, el ánimo por la vida. En ese momento, a lo lejos, vi a Paolo y a Ingrid conversando. Sin duda, hacían una linda y alegre pareja. Los celos me decían que si no fuera por el italiano sería yo quien estaría riendo al lado de la astrónoma. Él se había cruzado en mi existencia para desafiarme y robar mi fuente de placer. Era hora de ir con "todo" o me quedaría sin "nada". Profesé odio por el italiano. Instintivamente puse la mano en la espalda y sentí el puñal que siempre llevaba en la pretina del pantalón. La debilidad fue sustituida por una fuerza ácida: la rabia. Ideas y emociones eran confusas, pero ahora me sentía fuerte al encontrar una posibilidad de actuar para ocupar el lugar de la impotencia inicial. Me contuve cuando vi al caravanero mirándome profundamente. Parecía adivinar lo que estaba pensando. Yo sabía que la ley del desierto era implacable. Desvié la mirada.

Poemario Nocturno. La vida como un HuracánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora