Capítulo 28

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No viajamos ese mismo día, quedamos de vernos a la mañana siguiente en la parada central de autobuses. Pensé que aparecería con su motocicleta, pero en lugar de eso llegó cargando su mochila y una expresión similar a la que le había visto las primeras veces en que nos encontramos.

Loris pagó los pasajes y tomamos una ruta por la que no había viajado antes. No le pregunté a dónde iríamos, no necesitaba saberlo. Ese día, con el sol comenzando a iluminar el cielo, el silencio me resultaba reconfortante. No sabía si él experimentaba una sensación similar, pero me sonrió tranquilo y dejó que recostara mi cabeza en su hombro.

―Ya llegamos ―avisó después de veinte minutos.

Para entonces, el cielo iluminaba todo el paisaje y el frío característico de las mañanas había sido reemplazado por una calidez agradable.

―Quería que me acompañaras a un lugar primero, antes de irnos ―me dijo con un aire de confesión.

Se detuvo un momento después y me pidió permiso con la mirada.

Asentí, no sabía de qué se trataba, sin embargo, por su gesto quedaba claro que era algo importante para él. Caminamos varias cuadras sin decir palabra, y cruzamos por una zona comercial. Las tiendas y las pocas casas que había estaban abriendo o había niños que corrían para llegar a la escuela haciendo sonar sus pesadas suelas allá por donde iban.

―Aquí es ―avisó Loris sacándome de mi contemplación.

Estábamos frente a un cementerio.

Cuando giré a ver a mi vecino de número, me respondió con un gesto de duda.

―Me gustaría despedirme de mi mamá antes de irme.

Entreabrí los labios sorprendida, aunque compuse mi gesto para asentir y motivarlo a que entráramos. El cementerio estaba rodeado por un muro y las horas de ingreso no habían comenzado, pero explicó su situación y el guarda nos permitió pasar. Supuse que el hombre conocía a Loris, además.

Hacía años no visitaba un cementerio, y si lo había hecho en el pasado nunca lloré o sentí que había perdido a alguien especial. Solo se lloran las muertes físicas, como bien es sabido, si se hiciese duelo también por las ausencias entonces sí tendría que dejarles flores a varias personas.

Dejé de pensar en eso cuando llegamos a la tumba de la madre de Loris. «Ada», leí su nombre en la lápida, y entendí que poco tenían que ver las ausencias con esa despedida irreparable que se hacía real cuando se grababa un nombre en una piedra que iría resquebrajándose con el tiempo.

Loris sacó un paño pequeño de su mochila y limpió toda la superficie de cerámica y mármol, que no se veía sucia de por sí (al menos en comparación con otras que vimos en el camino). También limpió las que estaban a los lados. Cuando terminó, sacó un chocolate y lo colocó sobre la tumba.

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