Sabado, 28 de Marzo.

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LA MAÑANA DESPUÉS

Me desperté de golpe. Una sirena de policía.

¿La policía estaba en la puerta de mi casa? Seguroque dispuesta a arrestarme por organizar fiestas para
menores, exceso de besuqueo y jacuzzi abarrotado.

Un momento.

Cerebro en posición de encendido. No, no se trataba de la poli. Lo que sonaba era mi móvil: el tono de llamada de mi padre.

Lo que era peor todavía.

Rebusqué en el futón en busca del teléfono. Allí nonestaba. En cambio, noté una pierna. Una pierna de chico. Una pierna de chico encima de mi tobillo. Una pierna de chico... que no era la de mi novio.

Madre mía. Madre mía. Pero ¿qué he hecho?

¡IIIIuuuuIIIIuuuuIIIIuuuu!

Arriba. El ruido de la sirena procedía del piso de arriba, la planta principal de la casa de Vi.

Tal vez si cerrase los ojos, solo un segundo... ¡No!

Teléfono sonando. En la cama con uno que no era mi novio. Me las arreglé para salir del futón sin molestarle y... eh... ¿Dónde estaban mis pantalones? ¿Por qué estaba en la cama con un tío que no era mi novio y, encima, sin pantalones?

Por lo menos, llevaba ropa interior. Y una camiseta de manga larga. La única prenda de vestir al alcance de mi mano era el vestido rojo de Vi que me había puesto para la fiesta de la noche anterior.

Aquel vestido era un peligro.

Subí corriendo las escaleras con las piernas al aire.

Al llegar arriba, estuve a punto de desmayarme.

Parecía una zona de guerra. Vasos de plástico vacíos esparcidos por el suelo de madera. Triángulos de maíz a medio comer, encajados en la alfombra de pelo largo cual chinchetas en un tablón de anuncios. Un lamparón enorme -¿ponche?, ¿cerveza?, ¿algo que no me convenía identificar?- ensuciaba la mitad inferior de la cortina azul pálido. Un sujetador blanco de encaje colgaba del cactus de más de un metro de altura.

Brett, que llevaba puesto un bañador surfero, se encontraba tumbado boca abajo en el sofá. Usaba el mantel de lino color púrpura a modo de manta. Zachary se había quedado dormido en una de las sillas del comedor y lucía una tiara de papel de aluminio sobre la cabeza, echada hacia atrás. La puerta que daba al patio estaba abierta... y un charco de lluvia inundaba la alfombra.

¡IIIIuuuuIIIIuuuuIIIIuuuu!

El teléfono sonaba más alto. Más cerca. Pero ¿dónde? ¿La encimera de la cocina? ¡La encimera de la cocina! ¡Agazapado entre un plato con colillas y una botella de licor vacía! Me abalancé sobre él.

-¿Diga?

-Feliz cumpleaños, princesa -respondió mi padre

-. ¿Te he despertado?

-¿Despertarme? -pregunté mientras el corazónnme taladraba el pecho-. Claro que no. Ya son... - localicé el reloj del microondas, al otro lado de la cocina- las 9.32.

-Perfecto, porque Penny y yo casi hemos llegado.

-¿Casi habéis llegado a Nueva York? -pregunté.

-Casi hemos llegado a Westport. ¡A tu casa!

El terror me atenazó.

-¿Qué quieres decir?

Mi padre soltó una carcajada.

-Decidimos darte una sorpresa por tu cumpleaños.

De hecho, fue idea de Penny.

-Un momento. ¿Hablas en serio?

-¡Pues claro que hablo en serio! ¡Sorpresa!

La cabeza me daba vueltas, sentí ganas de vomitar, y no solo por los muchos, muchísimos, definitivamente, demasiados vasos de ponche con alcohol que había consumido la noche anterior. Mi padre no podía ver aquel desastre. No, de ninguna manera.

Madre mía. Había violado las normas de mi padre en un ciento diez por ciento. Las pruebas estaban por todas partes. Burlándose de mí.

Aquello no estaba pasando. No podía estar pasando. Lo perdería todo. Si es que, después de la noche previa, me quedaba algo que perder. Di un paso y un triángulo de maíz atacó mi pie descalzo. Ayyy.

Mierda.

-Genial, papá -me forcé a decir-. Entonces...

¿estáis en La Guardia?

Tardarían por lo menos una hora en llegar desde el aeropuerto. ¿Podría conseguir que la casa estuviera presentable en una hora? Buscaría unos pantalones.

Luego, tiraría a la basura las botellas y los vasos y las colillas. Aspiraría los triángulos de maíz y quizá también el sujetador, tal vez incluso a Brett y Zachary...

-No, acabamos de atravesar Greenwich.

Llegaremos en unos veinte minutos.

¡¿Veinte minutos?!

Se oyó un gruñido desde el sofá. Brett se colocó boca arriba y dijo:

-Aquí hace un frío del carajo.

-Dapne, no habrá un chico ahí, ¿verdad? -preguntó mi padre.

Atravesé el aire con la mano para decirle a Brett que cerrara el maldito pico.

-¿Cómo dices? ¡No! ¡Claro que no! La madre de Vi está escuchando la radio.

-Acabamos de pasar el club de campo de Rock Ridge. Por lo visto, vamos más adelantados de lo que pensaba. Llegaremos en quince minutos. Estoy deseando verte, princesa.

-Y yo a vosotros -respondí con voz ahogada y colgué. Cerré los ojos. Luego, los abrí.

Dos chicos medio desnudos en el salón. Uno de ellos con tiara.

Más chicos medio desnudos en los dormitorios.

Cien botellas de alcohol vacías.

Y la madre de Vi, ausente.

Era una princesa muerta.

DIEZ COSAS QUE HICIMOS (y que probablemente no deberiamos haber hecho) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora