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La figura de Mikaela se movía con velocidad a través de la noche, sus rizos castaños ondeaban sueltos mientras corría sin mirar atrás, mientras un destello dorado se iluminaba en su pecho. Su teléfono vibraba entre sus manos provocando que su entrecejo se frunciera y la preocupación embargara su cuerpo.

Dio un suspiro y se detuvo a unos pasos de un enorme hospital, mientras trataba de recuperar el aliento alzo la vista recordándose que debía mantener la calma, nada fuera de lo común podría estar pasando.

Avanzo lentamente unos cuantos pasos, y antes de entrar giró a ver el letrero luminiscente que estaba colgado en el lateral del hospital: Hospital Psiquiátrico Santa María.

Al entrar a recepción una enfermera de piel blanca y ojos oscuros se acercó corriendo a ella con algo de sangre entre las ropas.

—¡Por fin llegas!— exclamo alarmada la enfermera.

—No entiendo, estaba estable cuando me fui, por la tarde.

—Parece tener peores alucinaciones que antes... ¡Tienes que verlo por ti misma!— Tomo la mano de Mikaela y la guió hasta la sala 66, quizás la habitación más grande de todo el psiquiátrico, y donde residía una sola mujer.

La enfermera de rasgos asiáticos fue quien abrió la puerta para mostrarle a la doctora la situación.

Mikaela, era psiquiatra desde hacía ya unos cuantos años, sin embargo, nunca había visto la situación de aquella mujer. Habían días en los que aun sin tomar le medicina permanecía estable, y otros en los que aun tomándola parecía no perder de vista aquellos seres que la agobiaban.

El estado de la señora era aterrador, estaba atada de pies y manos a la cama, en su cabeza hacían falta mechones de cabello, que ahora estaban tirados en el suelo, producto de su desesperación, y, cuando Mikaela dio un paso dentro de la habitación, pudo notar que hacían falta unas cuantas uñas en sus manos.

—Mamá, — la miró con duda no sabiendo que si realmente preguntar— ¿Qué paso?

La mujer alzo la cabeza y cuando sus ojos conectaron con los chocolate de Mikaela, un grito desgarrador salió de su garganta.

—Están detrás de ti, Mikaela. ¡Corre!— decía con gran espanto, mientras intentaba zafarse de sus ataduras.

—Mamá, cálmate, por favor —. Susurró en busca de calmarla.

—¡No la toquen, aléjense! — Se zarandeaba en la cama en busca de un escape. — ¡Corre, Mikaela, Corre!

Mikaela se mordió el labio inferior para no perder la calma. Era difícil ver a su madre en ese estado, más aun, cuando dos años antes su salud era perfecta.

—¡Gabry!, suminístrele el doble de los calmantes.— frunció el entrecejo al ver a su madre revolviéndose entre los brazos de las enfermeras que intentaban inmovilizarla, y el pavor en sus ojos al ver la aguja que la enfermera principal cargaba en sus manos.

Mikaela dio media vuelta decidida a abandonar la habitación, cuando susurros inaudibles, que muy en el fondo parecían salir con deseos de gritos, llamaron a su nombre:

—Pequeña mía, no dejes que te toquen.

Apretó los puños y contuvo un sollozo, y aun sin dar tiempo a nada, salió de la habitación.

Recorría los largos pasillos del psiquiátrico con un pesar sobre sus hombros. Cada habitación tenía historias distintas, cada persona tenía recuerdos, a veces abstractos de lo que había sido antes de estar ahí, pero algo tenían en común, no saldrían de ahí hasta estar sanos, que irónico que muchos nunca saldrían.

𝑴𝒊𝒌𝒂𝒆𝒍𝒂: la maldición celestialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora