Parte 2

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El trece me desperté cagado de frío como de costumbre, había perdido mucho peso y me parecía muy curioso que prácticamente ya no sintiera hambre. Me fui a caminar por el valle cercano a la costa con la excusa de ir a buscar matas para calentar agua para el desayuno, aunque en el campamento había suficiente para el fuego. Mientras bajaba al valle miraba el mar hacia el norte pensando que si trazaba una línea en paralelo al meridiano con cierto grado de inclinación hacia mi izquierda, a pesar de que se veían algunas penínsulas o islas más pequeñas, podía llegar prácticamente en línea recta a Chaco o tal vez no; aunque supuse que la primer tierra que tocaría en esa dirección sería Buenos Aires.

Reconocí unas grandes rocas que vi en frente, había pasado por ahí hacía un par de semanas aquel día en que deliré con una brisa cálida y árboles frutales y otra vez me asaltó la misma visión. Pero en esta ocasión decidí avanzar por entre medio de aquellos monolitos, tomé una fruta y me la comí de unos cuantos mordiscos, cerré los ojos mientras lo hacía. Aquella extraña manzana, de piel suave y amarillenta, tenía un sabor ácido y muy dulce o así lo percibía yo. Mientras comía me preguntaba qué procesos llega a hacer un árbol para ofrecer una fruta tan dulce en una tierra tan amarga.

Me comí dos más y cuando iba por la cuarta manzana, ya casi satisfecho, caí en cuenta que el entorno era algo diferente: sudaba del calor que sentía. Comencé a mirar alrededor y descubrí más árboles y más arbustos en densidades y variedades que no había visto en ninguna otra parte de la isla. Me desprendí los abrigos y me puse a explorar aquel vergel, caminé sin rumbo por unos minutos, solo veía más árboles y más arbustos. Algunos de esos arbustos tenían unas pequeñas frutitas rojas que se me antojaban pero no me atreví a comerlas por miedo a que fueran venenosas. Subí a lo alto de unas rocas y miré en dirección donde yo suponía que había llegado: solo vi frondosos y verdes árboles.

Tener el estómago lleno me había puesto de buen humor para soportar el calor y la humedad que ahora imperaban, clima más que familiar para mí. Llevaba algo más de media hora perdido y comenzaba a preocuparme el escarmiento que iba a recibir al volver a la base así que decidí caminar hacia la costa que había visto al norte cuando llegué, la usaría como punto de referencia para salir de este monte y poder volver por donde había llegado.

Llegué a la playa, la arena era muy fina y de un color amarillo pálido casi blanca. A unos metros, sobre unas piedras, vi unos libros apilados. Me acerqué y los agarré. Uno era "La invención de Morel" de Bioy Casares y el otro librito, que se encontraba destrozado parecía ser muy antiguo porque sus hojas se quebraban, era un "Bestiario" de Cortázar del cual el único relato que se encontraba completo era uno llamado "Circe".

Por curiosidad fui y toqué el agua, para mi sorpresa era cálida. De manera automática me desnudé y con mucha alegría me bañé y jugué en aquella playa hasta agotarme, que no era mucho decir pues ya venía cansado. Salí del agua, me tendí en la arena y me puse a leer el libro de Bioy que trata sobre un condenado a cadena perpetua que huye y se esconde en una isla tratando de no ser descubierto por sus habitantes. Me inquieté al identificarme con el personaje, pero también me surgían algunas interrogantes sobre el lugar en el que me encontraba: ¿Sería acaso un sueño o un limbo? ¿Estaría yo en otra dimensión o seria la misma isla en distinto tiempo? Entre suposiciones y cavilaciones pseudocientíficas me quedé dormido.

El canto de algunas aves por la mañana me pusieron en alerta. Me vestí de prisa y emprendí el regreso, quería salir de esta isla, quería volver a mi casa con mis viejos y mi hermana, quería volver con mis compañeros y con Amarilla, quería que la guerra terminara de una vez. A mi regreso el sargento me iba a hacer parir pero no me quedaba otra, no quería ser un fugitivo.

Tres horas fue lo que me llevó encontrar el árbol de donde había comido los primeros frutos amarillos, una vez ahí en cuestión de minutos identifiqué las piedras por donde ingresé al vergel y finalmente salí de ese coto mágico.

Cuando iba llegando al campamento Amarilla, que tenía el casco con la pica blanca de Rola, me recibió con cara de espanto.

—¿Dónde estuviste toda la mañana Luquín? Tenés suerte que el sargento no te vaya a matar.

—¿Cómo que todo el día, Amarilla? Si me perdí desde ayer. —Le dije.

—Pero que te vas a perder vos, otra vez estuviste soñando despierto. Vamos, agarrá tus cosas que el sargento quiere que nos agrupemos. Creí que habías desertado como aquellos tres que se pegaron un tiro en los pies para que los llevaran al continente.

—No, nada que ver.

Más de 24 horas había estado fuera del campamento perdido en un limbo temporal. Perplejo pero acomodándome a la realidad noté la ausencia del infante de marina.

—Che, Amarilla, ¿Y Rola?

—Esta mañana lo encontraron muerto en su pozo. Dicen que murió de frío, justo esa noche se fue a dormir solo, pero viste lo flacos que estamos todos, Luquín. Yo creo que él sabía que se iba a morir. No sé cuanto más voy a aguantar yo también.

Amarilla, flaco y encogido de hombros, intentaba calentar sus manos con su aliento; yo no podía más que alistarme en silencio mientras procesaba la noticia. Teníamos que volver a casa, todos teníamos que volver.

La noche del trece de junio salimos de nuestras posiciones defensivas, cruzamos 1 km de valle y notamos como detrás del monte que teníamos al frente se veía un fulgor rojo y naranja como si el infierno ardiera del otro lado. Íbamos como refuerzos y a llevarles cajas con municiones a un regimiento que llevaba más de 20 horas continuas de combate.

Las radios, que eran a pilas, ya no tenían energía para funcionar así que no teníamos información sobre el estado en el frente. Nadie nos avisó que el regimiento al que íbamos a apoyar había replegado. Cuando llegamos a la cima del monte nos encontramos de frente con el ejército británico.

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