II

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Tuve una vecina anciana, muy anciana, nadie sabía con exactitud su edad pero en el barrio se decía que tenía entre ochenta y siete, y noventa y cinco años. Vivía con la soledad, lo que significaba que hacía todos los quehaceres de la casa ella sol. Su casa quedaba justo en frente de la mía, una estrecha calle de tierra nos separaba. La verdad es que la vieja era un misterio para todo el barrio, a mí en particular me llamaba la atención. Durante la noche la mujer sollozaba y lloraba tan fuerte que se escuchaba desde mi habitación. Algunos vecinos habían acudido a su casa para ofrecerle ayuda, pero la vieja no atendía la puerta. Una particularidad de la vieja era que siempre tenía una pequeña ventana abierta, no sé para qué.

Jamás vi personas que la fueran a visitar, ni mucho menos que tuviera mascota, su casa era sinónimo de despoblamiento. Una sola vez mientras viví en ese barrio la vi salir de su casa para socorrer a un animal: había un perro casi inmóvil en medio de la calle seguramente había sido atropellado por un auto, si yo no hubiera estado usando muletas en aquellos años, hubiera salido a ayudarla. Se notaba que era un perro de la calle, estaba viejo, sucio, flaco, le faltaba pelo en la espalda, tenía un instinto furioso y parecía que la vida le dolía, que le dolían los golpes, el maltrato de la calle, el hambre y la poca atención que recibía. El pobre animal no quería, bajo ninguna circunstancia, que la vieja lo tocara, si hubiera podido correr probablemente hubiera huido; el dolor no le permitía moverse, pero si llorar y quejarse con tal fuerza que se volvía insoportable para los que estábamos lo suficientemente cerca. Lo cierto es que la vieja vendó al animal en el momento y lo llevó adentro de su casa, seguramente, para curarlo. A medida que el tiempo avanzaba, notable era que el perro la odiaba, no se escapaba sólo porque la mujer lo tenía encerrado. 

Cuando yo volvía de la escuela todos los días, el perro estaba acostado mirando hacia afuera (si no fuera un perro diría «con un gran deseo de salir al sol»). Un día el perro se escapó, salió con tal rapidez que apenas lo reconocí «es libre» pensé, «quién sabe qué cosas horribles le hará esa mujer al animal» observó mi mamá. Para la suerte de mi vecina un hombre le trajo el perro nuevamente a su casa. Pobre perro

Al poco tiempo el perro volvió a escapar, esta vez por la ventana que la vieja siempre tenía abierta. No se lo volvió a ver al animal durante días, días entre los que la pobre vieja murió. Se decía que el lechero la encontró, él era de confianza, siempre pasaba a la casita, le dejaba la leche en la mesa y tomaba su dinero; aquella vez, el lechero entró hablándole a la doña, que estaba sentada en una mecedora, mas ella nunca contestó. Aunque no todos tenían contacto con la vieja, su muerte se sintió en todo el vecindario, podía oler la tristeza entre mis vecinos, ahora ya no miraba la casa para ver qué cosas hacía la vieja, sino simplemente para verla.
Cuando me quitaron las muletas, volví a ir caminando a la escuela, estaba emocionado, hacía mucho tiempo que iba en carro. Ya no más. Ese día volviendo de la escuela sin darme cuenta pasé por delante de la casa de la vieja, se me ocurre frenar por una milésima de segundo. Miro la casa: aún seguía la ventana abierta y, junto a ella, el perro, podría haber asegurado que estaba tieso, pero no me animé si quiera a tocarlo. Lo que sí aseguro es que en su mirada detecté la nostalgia más evidente y profunda que he presenciado en mi vida.

La pobre vieja (Relato II)Where stories live. Discover now