Episodio 1

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Día 3 de la cuarentena de Amelia Ledesma. ¡Viva! Otra mañana sin ganas de levantarme de la cama, sin ganas de desayunar y sin ganas de nada en la vida. Me duele todo, toso de vez en cuando y creo que me pica la garganta. Puedo estar infectada ahora mismo y no saberlo. ¿Y si estos son mis últimos momentos de vida como una persona sana y los estoy pasando aquí metida, sola y muerta del asco? 

Me doy la vuelta y tanteo la mesilla en busca del móvil. No lo encuentro y, de paso, tiro los clínex usados que he ido almacenando aquí durante la noche. ¿Dónde coño he dejado el puto teléfono? Me incorporo y miro a un lado y a otro, no está. Joder, ¡qué harta estoy ya y no ha hecho más que empezar! ¿Quince días en casa? ¡Mínimo! Porque la gente lo está haciendo tan bien que hay más personas por la calle que en pleno domingo a la hora del vermut en la puerta de la iglesia. ¡No tienen vergüenza!, murmuro mientras me levanto a buscar el teléfono. Pongo los pies descalzos en el suelo y, ¡oh!, piso algo frío y resbaladizo que me hace caer de culo a la cama de nuevo. Oigo cómo ese algo golpea contra el zócalo de la pared de enfrente. Miro al techo y cierro los ojos, ahí estaba mi móvil.

Por un segundo caigo en la cuenta de que ha podido romperse y entonces sí que me quedaría asilada de verdad, solo tendría el portátil y la tablet, que va a pedales, para poderme comunicar con el exterior. Así que corro hasta él y me pongo de rodillas para comprobar que sigue funcionando. Respiro aliviada, se enciende, no le ha pasado nada. Solo está un poco sucio del recorrido que ha hecho por este suelo que… bueno, no tengo la casa precisamente limpia. De hecho, vivo con el miedo a que un día de estos salga el demogorgon de debajo de la cama de las pelusas que hay.

Me levanto, me sacudo con la mano un poco las rodillas, que además se me han quedado heladas por ir solo con una camiseta larga para dormir, y así me quito la arenilla misteriosa esta que acumula mi tarima flotante. Mira, podría aprovechar el encierro para limpiar la casa y ordenar. Ay, qué bien, ya estoy llorando de la emoción.

Voy a la cocina y miro la nevera, a ver qué puedo desayunar… Se me van a terminar las provisiones antes y con antes, ya lo estoy viendo. Literalmente. Saco el cartón de leche de almendras y me sirvo un poco en el vaso más pequeño que tengo. Uno de Nocilla. De cuando tomaba esas cosas, porque ya no. Ahora solo comida sana, productos frescos y los mínimos procesados. Y veganos, mejor. Todo, todo muy healthy. Abro el armario y saco el tubo de las galletas de El Príncipe. De algo habrá que morir, ¿no? Pero de la mierda del puto virus ese, no. ¡No va a poder ni conmigo ni con los míos!

Echo una galleta a la leche y dudo si añadir una segunda. Tengo que racionarme las cosas, no puedo comer a lo loco, que no voy a poder salir a comprar. Yo me quedo en casa. Además, que me acabo de acordar que no tengo hambre y esto es comer por comer, gula pura y dura. Bueno, me echo la otra porque, total, he de mantenerme fuerte, que si no me alimento, me van a bajar las defensas. Pero a cambio me hago la promesa mental de alargar la rutina de yoga media horita, esto hay que quemarlo de alguna manera. Me miro la tripa y pellizco, esos treinta minutos de más no me van a venir nada mal.

Echo un vistazo al móvil, las once y media de la mañana. Antes he visto que tenía un montón de mensajes, pero todos hablan de lo mismo y ya estoy cansada de darle vueltas al tema una y otra vez. Paso. Salgo al salón con el vasito de Nocilla en la mano e ignoro la tele por el mismo motivo, no quiero enterarme de cómo va aumentando la desgracia por culpa de la irresponsabilidad y el egoísmo de la gente. Así que decido asomarme a la ventana un rato, necesito vitamina D que me voy a poner amarilla. 

Y ahí está ella, la rubia del segundo. Santo niño del Remedio, cómo está… pffff  

Día 3 de la cuarentena de Luisa Gómez. Suena el despertador como cada día, las 9 de la mañana, me levanto de la cama con pocas ganas pero sabiendo que tengo que seguir con mi rutina. Llevamos tres días encerrados y creo que voy a morir, pero del hastío, no del jodido virus este que nos trae a todos la cabeza loca. Me gusta estar en casa, sí, pero esto ya es demasiado hasta para mí. Miro el teléfono y mi padre ya me ha mandado veinte mensajes para saber cómo estoy, es un poco exagerado, lo sé, pero desde que me mudé a vivir sola me controla a cada momento. Hace un año que mi abuelo Pelayo dejó de trabajar con mis padres en el bar y se marchó a Benidorm para disfrutar de un ya merecido descanso. Tenía un piso bastante amplio en el centro de Madrid así que, después de varias reformas, lo han divido en varios apartamentos que tienen alquilados para sacarse así un dinero extra, y me han dejado quedarme en uno de ellos. Con ese dinero mi abuelo puede vivir un poco desahogado y a mí me ayudan bastante. Hace unos meses que mis padres decidieron incluir el servicio a domicilio en El Asturiano, así que después de valorarlo mucho, y unos cuantos cursos de cocina a mis espaldas, decidimos que me pondría a trabajar con ellos para así echarles una mano a la vez que yo cojo algo de experiencia. Estos días, con todo el revuelo del confinamiento, preparo desde casa comida para esas personas que no pueden salir. Han contratado a unos chicos muy majos que vienen cada día a por las cajas que dejo preparadas en el descansillo para repartirlas. 

Cuando salgo de la habitación ahí está Manzanilla esperando su comida. Creo que si no fuera por mi gata, ya me habría vuelto loca de tanto hablar sola. Le pongo su desayuno y busco en la nevera algo que llevarme a la boca. Me preparo un vaso de leche fría con cereales, necesito sentir algo fresco en la garganta. Llevo unos días un poco obsesionada con eso de los síntomas y necesito evadirme. 

Me pongo los cascos, mi música de limpiar y comienzo con la tarea de desinfección. Lo sé, soy un poco obsesa con la limpieza y, en teoría, no tiene que pasar nada si he seguido las recomendaciones, pero no puedo evitarlo. Aún me quedan unas horas para ponerme con los encargos, así que aprovecho para tener mi momento de relax.

Con esto del encierro me gusta tomarme un café en la terraza a media mañana, es como salir a la calle. Me gusta mirar por la ventana a mis vecinos, llevo poco tiempo en el bloque y hago teorías de cómo serán. La mayoría es gente joven, pocos quedan ya de los de toda la vida. Hay un chico en la ventana de enfrente al que siempre pillo mirándome. Creo que no soy la única a la que le aburre esto del aislamiento. Mejor pensar eso y no que me está espiando, ¿no? Dejo esos pensamientos de lado y mi mirada se desvía a las demás ventanas. Necesito desconectar un poco de la realidad así que cojo el libro que estoy leyendo estos días. 

Me pongo cómoda en la silla de mimbre que me quedé de las cosas que tenía mi abuelo por aquí, me cierro bien la chaqueta, cojo la taza para dar un sorbito y de repente la veo, quieta en su ventana. Tiene la mirada perdida, como si estuviese pensando en algo importante. Llevo días observándola…

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