Olvidarán

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Olvidarán. Me olvidarán, de eso estoy seguro. Olvidarán todo lo que  hice por ellos durante aquellos ocho largos años. Me leerán, estoy seguro, como si la vida de un ser humano pudiera resumirse en una prosa que por más magnífica que sea no alcanzará las cien páginas, como si la vida pudiera resumirse a palabras y, sobre las ya escritas, reformularlas para sintetizarlas aún más, como si en mis ochenta y un años de esfuerzos y aventuras alguna vez les hubiera conferido tal aprobación. Tallarán, si es que la inspiración, el tiempo, la propia predisposición y el presupuesto se encuentran algún día y por alguna hechicería, algún que otro busto en mi conmemoración, en el caso de que aún recuerden algo de lo que he hecho, que me sirva de compañía. Los que pasarán en algún momento de sus vidas por esta plazoleta, quizá (sólo quizá), se detendrán un segundo para observarme, y los más estirados se acercarán un poco más a leer la plaqueta que cuelga debajo mío, a unos exactos sesenta centímetros del suelo y a una distancia idéntica al inicio de mis pies, dando cuentas de una simetría bien perpetrada, y le dirán a su acompañante tras haber aclarado su garganta «Este fue alguna vez el gran Hipólito Yrigoyen» y se afanarán de conocer de pe a pa la historia de lo que ellos llaman el caudillo radical, no sin mostrarse imprecisos en lo que a nombres y fechas se referirá, porque el cerebro humano tiene esa egoísta predilección de olvidar con mayor facilidad los datos que no se refieren a nosotros mismos.

Los más ignorantes creerán aquellos mitos que las malas lenguas habrán propagado sobre mí; es inevitable que el paso del tiempo derive en un teléfono descompuesto interminable que, como consecuencia de la tradición oral, contribuya a tergiversar la verdad de los hechos; y buscarán si en el mármol se da fe, efectivamente, de que el Peludo es peludo. Otros, los más superficiales, centrarán su atención en las pequeñas líneas de aerosol que podrán verse profanar la impoluta banda presidencial que me habrá tallada y se preguntarán quién lo habrá hecho; aunque tal vez les parecerá una idea fenomenal e inusitada hasta entonces, y recurrirán a lo que ellos llaman una pinturería a comprar más aerosoles para profanar el monumento de quien fue dos veces el presidente de su nación.

Todo aquello, absolutamente todo aquello, ocurrirá a diario, a cada hora, incluso en aquellos días en el que la plazoleta se encontrará inhóspita por la razón que sea. De seguro, algún cobarde disfrazado de valiente se atrevería a escribir con sus plumas las siglas «J.F.U.» , incluso en minúsculas, porque no les bastará solamente con insultarme a mí, sino que también querrán pronunciar su oposición a la Real Academia Española, acusándola de perfeccionista. Los más contemporáneos e ignorantes de las acciones del General Uriburu, se contentarán por escribir sus alabanzas hacia el otro general, Su General, y juzgarán adecuado hacerlo en el baluarte del hombre que será el bastión de los radicales durante casi tres décadas en vida y durante aún más tiempo después de difunto.

Tampoco inculparé a aquellos que ignoren mi presencia, ya que se encontrarán enfocados en sus teléfonos o demasiado ocupados en los enreveses de sus propias existencias para no percatarse de una figura de más de dos metros de alto, que ya debería ser conocida por todos, dado a que la mismísima plazoleta llevará algún día mi nombre. Serán aquellos que considerarán que el pasado es prescindible y se enfocarán meramente en el presente, creyéndose que son algo más que personajes dentro de la propia historia en la que yo me veo inmerso.

Y mucho menos se mostrarán ausentes aquellos ataques aéreos, llenos de acidez y pestilencia, que tendrán como blanco principales mi rostro y mis extremidades, denunciando su necesidad imperiosa de generar hilaridad en los transeúntes. Aquellos manchones que, aunque luego se recurrirá al uso de quitamanchas y desinfectantes que sólo contribuirán a regresarme a medias la dignidad perdida. Ellos serán la razón por la que nadie se congregará a mi alrededor sin trazar, por lo menos, una perimetral de unos cuatro o cinco metros, puesto que nadie deseará empapar su trasero con los frescos desechos que inundarán los sitios más confortables de aquella arboleda.

Sin embargo, allí también estarán ellos. Los que no me olvidarán jamás. Los que no dudarán en propiciarme su cariño de la manera en la que están acostumbrados. Ignorarán qué es un hombro, una oreja, un ojo, una nariz, una boca, una quijada; los confundirán todos y no confundirán nada durante el proceso. Sus delgados cantos acompañarán sus acciones, siempre impetuosas, siempre instintivas. Me rascarán allí, con sus pequeños picos, en una muestra de cariño, a iguales proporciones, hombros, orejas, ojos, nariz, boca y quijada, alegrándome aún más cuando me harán cosquillas en los pies. En aquellos pies que me habrán tenido en pie durante ochenta y un años en vida, mas que me habrán servido de sostén durante más de un siglo y medio, sosteniendo  aquel cuerpo, peludo de pies a cabezas, lerdo, cascarrabias y terco como una mula que habré tenido alguna vez y que nunca, aunque soy consciente de los restos de mi monumento acabarán sepultados en una maraña de escombros o reducidos cada vez más a consecuencia de la acción de la propia Madre Tierra, serán olvidados por completo, porque los restos se remitirán a hechos, y los hechos a la esencia misma de las cosas y, con ello, de la propia vida.

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