Yo soy Jaden Washington

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Antes de leer: En esta historia se encuentra oculto un soneto, el cual ha sido escrito en alguna parte. Al final de la misma lo encontrarás, si bajas un poco.

¡Mucha suerte!

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El encuentro entre ambos es inminente, mas ninguno se da cuenta de que ocurrirá, ni el Jaden que está haciendo dedo en la calle ni el propio que detiene a su llamado, en su nuevo Renault cero kilómetros que acaba de sacar a crédito dos días antes, estrenándolo ahora, como tachero, en plena ciudad de Buenos Aires. Él se sorprende ante su transportado, lo analiza varias veces antes de abrirle las puertas de su vehículo, sin poder comprender cómo podría él estar abriéndose a sí mismo una puerta siendo que ya estaba adentro. Pasajero de un domingo cansado, el otro Jaden, que de nada difiere con el primero, le dirige un saludo frío y se sienta en el sitio del copiloto, abriendo así El bestiario de Cortázar en la página cincuenta y dos, justo en la misma en la que Jaden lo había dejado el día anterior, sobre su mesa de luz. 《¿Será cierto que estoy demente?》se inclina Jaden a pensar, con las manos al volante y sosteniendo aquel conjunto de hojas, a la vez  viendo en la calle, en lugar de una carretera plagada de autos, un sinfín de letras, pertenecientes a susodicha página, que le invoca a una pesadilla extraña.

El hombre mira a su cliente por segunda vez en un semáforo en rojo, reconociendo aquella cabellera rubia ya algo carente de pelo, esos ojos verdosos mixturados con un azul diáfano que le confieren un halo de misterio y realzan su atractivo, sus labios carnosos y rosados a punto y (¡hasta en aquello coinciden!) las delicadas arrugas que adornan sus sienes, pensando en si debería de hacerle notar que eran dos en uno, uno en dos. Pero permanece siempre callado, inmiscuido por la vergüenza de admitir que se lleva a sí mismo dos veces, en dos asientos, con dos vidas, habiendo detenido su auto en su auxilio, habiendo dejado a pie a otro- un verdadero- pasajero. Ruega que no se le vaya, espantado por su propia mezquindad, considerando que debían de hablar, reconocer si su pasado, presente y futuro no se cortan en una encrucijada, sino que nunca se cruzarían, ya que no hay forma de cruzar lo que se encuentra tan lineal y encaminado y comparte la misma vía. Con los desvaríos de su inconsciente se asusta Jaden, el taxista, a sabiendas de que el temor compartido implicaría que se quedara sin cliente y, con ello, sin sí mismo.

El otro reconoce la semejanza, dejando de lado su libro, para dar la indicación pertinente, que el propio conductor conoce de antemano y ya ha tomado, puesto a que se trata del camino lo lleva a su casa. Retrocede, asustado ante el reflejo, sin atreverse tampoco a solicitar explicaciones, mas aún ante su principal cuidado siempre que subía a un vehículo ajeno: reservar su domicilio bajo llave, no fuera cosa que desvalijaran su casa la próxima vez que iniciara viaje similar; cediendo ante su curiosidad implacable de descubrir por qué él se lleva a sí mismo y pensando, irónico, cómo sería el momento de abonarse a sí mismo por la travesía, si es que de veras él (leáse en sentido ambiguo) se atrevería a hacerlo. Dando señales de desconfianza, retorna a su lectura, consciente de que su transportista no necesita orden que acatar para arribar a un sitio que ya conoce, viendo cómo las profundas palabras del Bestiario se desdibujan en una carretera que tantas veces ha recorrido, la misma que el taxista, él mismo, Jaden Washington, está recorriendo.

Permanece siempre inmóvil, espejo de por medio, el Jaden Washington original- Dios nos libre de saber quién es el impostor, si es que hay impostor, o si no es más que la mente de uno (de los dos) la única impostora- y arriba de esta manera al destino de ambos, con el corazón palpitante, colocando así su mano sobre el pecho, con la cautela de que no se le escape, recibiendo la paga de ciento ochenta y un pesos- ¡Hasta aquella cifra era capicúa!-, despidiéndolo con un 《Hasta pronto》que no sería más que un 《Hasta luego》o, siendo más específicos 《Hasta dentro de dos horas》término en el que acabaría su turno y regresaría a su hogar. Profeta de la bienaventuranza, ya había sido dibujada las escritura que previó aquel fatídico, arquetípico, verídico, atípico encuentro entre los dos (un) hombre(s) consigo mismo(s). Anunciada en un pergamino añejo, la poesía se fundía en las manos del joven autor quien, creyéndose omnipotente, omnipresente, onmisciente, se otorgaba a sí mismo el derecho de tirar de los cables de vidas ajenas, ignorante de los extraños efectos que su extravagante imaginación, suscrita sobre papel y pluma, sería capaz de causar en aquel desdichado Jaden Washington- Dios nos libre de quien sea el real, si es que hay real, si algo de todo esto es real-, víctima de la literatura, de unos versos, injertos a duras penas en un soneto que habrían desagradado hasta a la propia Alfonsina Storni, anticipando todo.













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El encuentro entre ambos es inminente,
él se sorprende ante su transportado,
pasajero de un domingo cansado.
《¿Será cierto que estoy demente?》

El hombre mira a su cliente
pero permanece siempre callado.
Ruega que no se le vaya, espantado
con los desvaríos de su inconsciente.

El otro reconoce la semejanza.
Retrocede, asustado ante el reflejo,
dando señales de desconfianza.

Permanece siempre inmóvil, espejo
profeta de la bienaventuranza,
anunciada en un pergamino añejo.

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