CAP IV - Alamarya

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—Empezaremos desde este extremo, así, tomar el atajo será más sencillo —explicó Jake—. ¿Está bien?

    —De acuerdo. Lo único que quiero es llegar pronto —comenté, lanzando la pequeña indirecta de mi prisa.

    —No creo que nos retrasemos, a menos claro, que nos topemos con un hombre lobo —dijo con una sonrisa maliciosa.

    —¿Ho-hombre... l-lobo? —soltó Michael totalmente aterrado.

    —Bueno, eso es lo que dicen. Comen niños, sino me equivoco. Lo comprobaremos pronto.

    Sin poder evitarlo, solté una carcajada ante la expresión de terror del ingenuo niño.

    —No le hagas caso, Mike. Sólo está bromeando.

    Por la expresión que tenía en el rostro, una mezcla de alivio con preocupación, me dio la impresión de que me creyó a medias.

    Nos adentramos en Infrytate con paso firme. Poco a poco, la escasa luz del muy reciente amanecer, se empezó a apagar por causa de los grandes árboles, lo que creaba un ambiente frío donde sólo permanecía la húmeda niebla. El lugar tenía ese típico olor a bosque que llena los pulmones agradablemente. Las hojas eran más abundantes en el suelo que en los árboles.

    Infrytate constantemente había sido mi refugio. El lugar donde me resguardaba la mayor parte del tiempo, porque era poco probable que me topara con soldados (ellos transitaban por El Paso, un camino de grava que conectaba al pueblo con el castillo). Además, el bosque siempre era pacífico, donde podía permanecer tranquila y despejar mi ajetreada mente. Conocía bien la parte cercana al pueblo, como la palma de mi mano.

    Conforme avanzaba la mañana, Infrytate estaba volviendo a ser bañando por la hermosa luz naranja que desprendía el ya adelantado amanecer. Ésta se mezclaba con un suave tono de verde y rojo que eran generados por la gran cantidad de hojas presentes. Con el sol subiendo en el cielo, los colores traspasaban y se impregnaban en la niebla que iba desapareciendo poco a poco. El panorama era simplemente maravilloso a la vista.

    Un típico y hermoso paisaje otoñal de Alamarya.

    Alamarya. Una isla al suroeste de Gran Bretaña, conformada por tres pueblos: Fillham, La Costa y Leghtinore, su capital. Los tres son hermosos muy a su manera, difiriendo mucho cada uno entre sí.

    Leghtinore, el más pequeño de los tres y el más pintoresco. Con sus casas adornadas con flores y enredadas, calles de piedra por donde transitaban los siempre hospitalarios y alegres pueblerinos. Siempre ese detalle de la gente de aquí me había llamado mucho la atención, teniendo en cuenta que, al ser el pueblo más cercano al palacio —y por ende la capital—, era el más vigilado y el más infestado de soldados.

    La Costa, con sus largas, estrechas y frías playas rocosas. Las altas olas reventaban con fuerza contra ellas, provocando que se elevaran a tal altura que parecían intentar tocar el cielo. Las casas se extienden a lo largo de la ribera, todas viendo hacia el mar.

    Y por último estaba Fillham, el pueblo más grande y también el más alejado. No había escuchado mucho sobre Fillham puesto que, al ser el más lejano, muy pocos migraban aquí. Según había escuchado, el centro eran los comercios, sobreabundaban, a decir verdad. El pueblo en sí era pequeño comparado con el comercio que ahí se daba.

    Sin embargo, ninguno de esos tres lugares, ni siquiera el castillo que —a pesar de que después de lo sucedido lo detestaba— era un lugar majestuoso, se comparaba con el imponente Infrytate que se extendía por todo Alamarya, dividiendo cada pueblo. Siempre sería el más soberbio, se viese por donde se viese.

Rescate de otoñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora