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Alemania;

1950

Otra vez empezaba mediados de invierno. El viento helado, y los pequeños cristales que caían del cielo delataban que Berlín se iba a vestir de nieve bastante pronto.

Un joven de veintidós años caminaba por las frías y hasta casi congeladas calles, su mano estaba casi morada debido a que se encontraba afuera del bolsillo de su abrigo sosteniendo un maletín de cuero.

Llevaba dos años graduado de abogado, no todos tenían ese privilegio, y para la sorpresa de todos si se enteraban, era que él no era feliz aun teniéndolo todo.

A pesar de que el viento parecía traído de la mismísima antártica había cientos de personas que caminaban bajo varias capas de ropa, con mochilas cubriendo sus espaldas, seguramente para ir a trabajar.

La nariz le goteaba y aunque no la podía ver estaba seguro que estaba roja, sus rebeldes cabellos rojos estaban bajo un sombrero de copa para demostrar la clase que tenía, nunca le gustó usarlo, pero su madre lo obligaba a hacerlo, diciendo: "No eres como los demás, debes demostrar que eres mejor que el resto", chasqueó la lengua, no estaba de acuerdo con algunas cosas, y esa era una de ellas.

No sabía que número de caso era el que tenía que trabajar esta vez como abogado, se trataba de un robo que realizó un empleado al señor de la casa, era obvio quien iba a ganar, pero aun así lo contrataban para simplemente elevar su ego cuando aquel empleado quede preso por robar un anillo de oro para comprar medicinas para su hija enferma, no existía la lástima en él, es por eso que cuando eligió una carrera fue la de leyes, o bueno, leyes para los ricos.

No le gustaba estar en casa, ya que su madre siempre se encontraba ahí con varias de sus ricas amigas presumiendo cual collar era el más pomposo y brillante.

Tonterías.

Y tampoco le gustaba ir a la oficina, sus colegas se apegaban a él para conversar lo patética que son sus vidas, y que le importaba tanto como le importaba los casos que atendía. No había mujeres en ella, aparte de la secretaria del jefe, una mujer que le coqueteaba, y él ignoraba, pero estar junto a ella le hartaba de sobremanera.

No tenía problemas con no presentarse. Ser el sub-jefe tenía varios privilegios.

Caminó dos cuadras hasta llegar a su cafetería preferida, donde el olor a cafeína y tortas dulces le alegraban superficialmente su vida.

La campanita que estaba en la parte superior de la puerta de cristal sonó cuando la traspasó. El vapor y el calor enseguida se adhirieron a su cuerpo, y una de la comisura de sus labios se elevó en un intento de sonrisa que no se realizó por completo.

Estaba con varios clientes, era algo así como una cafetería exclusiva por lo que solo gente importante asistía a aquel lugar. Nadie de aquellos estúpidos de clase alta hablaba con él y se los agradecía infinitamente.

—¡Oh, Castiel!—el gordo jefe se acercó al chico mostrando una brillante sonrisa, era simpático, no lo detestaba del todo.

—Antoine—saludó el pelirrojo a su amigo francés, mientras dejaba su sombrero y su ancho abrigo en el brazo de la entrada.

—Vaya cara que te cargas, ¿Trabajo?

Castiel suspiró —Lunes, los detesto.

—Debí suponerlo—sonrió —Sigue, enseguida te atienden— El alto chico asintió, Antoine dejó una palmada en su hombro antes de retirarse para saludar a un nuevo cliente que había entrado.

Caminó a una mesa al lado de la ventana, la cual estaba empañada debido al calor de lugar, se sentó soltando una gran bocanada de aire, tronó sus adoloridos dedos por el frío y antes de abrir su maletín, tomó el periódico del día que estaba encima de la mesa de madera.

1950「casthaniel」Donde viven las historias. Descúbrelo ahora