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Nathaniel, un chico de apenas veinte años, una sonrisa brillante y un positivismo que algunas personas podrían envidiar.

Creía en Dios, no tenía opción de no hacerlo, estaba solo en el mundo, con ganas de poder superarse y encontrar algo llamado libertad, suena tonto porque no estaba encerrado en una cárcel, pero aún así se sentía preso de aquel mundo que había forjado su destino.

Creía en Dios porque quería tener la seguridad de que al menos alguien lo cuidaba y se preocupara por él, de alguien que había perdido su familia, sus sueños, sus esperanzas y su futuro.

Llora todas las noches y muestra una sonrisa cuando la luz del día aparece, eso le mantiene con fuerzas para seguir viviendo, y aunque nadie notara si se quitara la vida, él tenía miedo a que sus sueños los cumpla alguien más.

Había escuchado de la reencarnación, que tu alma se traslada a otro ser viviente cuando tu órgano vital decide dejar de funcionar, no quería que alguien más los viva, es por eso que quería vivir, que aunque todavía no sabía cómo iba a luchar para que cada uno de sus sueños se cumplan, aquello era a la única esperanza a la que se aferraba.

Caminaba por las heladas calles, cuando sintió una mano aferrarse a su chaqueta, le dio miedo pero enseguida se tranquilizó al ver a un pequeño niño con un viejo suéter de lana y con una boina viéndolo con una sonrisa de dientes chuecos.

El corazón se le tranquilizó y se puso de cuclillas para ver a aquel niño que tenía la carita sucia y sus manos estaban temblorosas sosteniendo un cajón de lustrar zapatos.

—¿Puedo limpiar sus zapatos, señor?— su vocecita aguda y tierna hizo que los ojos de Nath se achinen en una sonrisa.

Siempre se veía él en aquellas personas desdichadas, y es que él no era diferente a ellos, pero si podía hacer algo por ellas iba a hacerlo, aunque fuera poco o nada lo que pudiera hacer.

Bajó la mirada a sus pies donde sus zapatos de suela estaban sucios y aunque eran viejos no se notaba tanto.

Regresó la mirada al niño que seguía su mirada y le sonrió.

—Claro—se puso de pie y el niño sacó de su pequeño cajón una tela y se las pasó por sus zapatos, sus pequeños dedos se movían con dificultad por el frío, sus uñas un poco largas y sucias, en sus yemas se podía notar varios cortes que las disimulaba por la cera negra que estaba esparcida por toda su piel.

—¿Tienes padres?—preguntó Nathaniel observando el estado bastante lamentable del niño, se le encogió el corazón y tenía ganas de llorar recordando a su hermanita que no la había visto hace mucho, apenas y recordaba su sonrisa.

—No conozco a mi papá, y mi mamá trabaja en una gran casa—pasó el cepillo que estaba gastado con una precisión increíble. Y sacando un cepillo dental cogió un poco de cera y se la esparció por el zapato.

El rubio vio como el pequeño niño que se podía notar que era castaño por los mechones que se salían de su boina, y después de unos minutos sonreía satisfecho con su trabajo.

—¿Cuánto te debo?—se puso una mano en la chaqueta sacando algunos marcos de la paga de su día.

—Tres marcos—extendió su manita que todavía temblaba.

Nathaniel contó el dinero y dejó seis marcos en la palma del niño—Cómprate una galleta con lo de más ¿bien?

Los verdes ojos del niño se abrieron y con su falta de dientes le sonrió al amable señor. —¡Muchas gracias!—tomando por sorpresa a Nathaniel el niño se acercó a él dándole un tierno abrazo sin que su bonita y desigual sonrisa se borre de su rostro.

1950「casthaniel」Donde viven las historias. Descúbrelo ahora