LA DAMA DE NINGUNA PARTE

187 7 1
                                    

Posteriormente, todo el mundo encontró lógico que me dedicara a meter la nariz en los asuntos personales de Bernard. Al fin y al cabo, un doble derecho me autorizaba a hacerlo: yo era, en primer lugar, su único pariente, y, en segundo, el responsable de la seguridad pública en aquella zona. En aquella época, además, mi esposa y yo vivíamos en su pabellón, al borde del lago. Todo se debió a un accidente, estoy persuadido de ello, pero mi –llámenlo como quieran- intuición, instinto o peculiar olfato para este tipo de problemas, adquirido en treinta años de oficio, me hizo comprender, desde que husmeé por primera vez en el asunto, que parte de la culpa era de Berny. Cuando un perro quiere esconder un hueso, hace un agujero en el suelo, lo mete dentro y lo cubre de tierra. Cuando un hombre quiere ocultar a sus semejantes algo que ha sido escrito, quema el papel y esparce la ceniza a los cuatro vientos. Pues bien: las cenizas estaban en la chimenea. Muchas cenizas. Recogerlas no habría servido para nada, porque mi hermano las había pisoteado con la visible intención de aplastarlas. A pesar de lo cual, encontré un trozo de papel intacto en la base del montón de cenizas, es decir, en el lugar que lógicamente debía haberse consumido antes. También conseguí descifrar las borrosas palabras mecanografiadas que se veían sobre él: ...NA Y CUARTO. MAÑANA. LA AMO... Llevado por la costumbre, reproduje este mensaje con la máquina de Berny para comparar los dos textos, pero ya antes de hacerlo estaba convencido de que mi hermano era el autor del primero. ¡Y todo había sucedido a las trece y dieciséis, hora bastante aproximada a la una y cuarto! De paso descubrí que Berny tenía una aventura amorosa...

-¡Vamos, gandul, al trabajo! ¡Busca la mujer! –murmuré para mis adentros, mientras encendía la pipa tras sacudir sus endurecidas cenizas.

No encontré a la mujer, pero di con algo que parecía el resto de una foto. Un marco vacío, encima del televisor, me puso sobre la pista: era su marco.

Y, casi al mismo tiempo, descubrí el micrófono, precisamente al lado del marco vacío. Estaba conectado al televisor. Encendí este, lo dejé calentar y pude oír, hablando a través del micrófono, cómo mi voz era amplificada por el altavoz del receptor, que no se hallaba unido a ningún otro aparato.

Encima de la mesa de Berny, y bajo un montón de documentos técnicos, encontré cuatro hojas de papel con algunas palabras escritas a máquina, siempre a base de mayúsculas. ¿Era Bernard el autor o el destinatario de aquellos mensajes? Intenté ordenarlos cronológicamente. Tres parecían encajar, pero el cuarto me llenó de perplejidad. Era el más corto: ¿ES USTED FELIZ? En las otras hojas, sucesivas, podía leerse:

¿ENTONCES QUÉ SABE USTED EXACTAMENTE DE MÍ?

ME GUSTARÍA PODER REUNIRME CON USTED AHÍ ABAJO.

¿Y QUÉ DESEAN DE MÍ, SUPONIENDO QUE LES CREA?

Poco a poco, fragmento a fragmento, reconstruí la respuesta a estas preguntas. Tardé dos años enteros. En realidad, de no haber sido por la colaboración de mi mujer, aún seguiría a oscuras. Durante los primeros tiempos me negué a admitir sus descubrimientos, pero ella consiguió muy pronto pruebas irrefutables. Cuando finalmente nos vimos en posesión de todos los elementos de la historia, ya no volví a dudar. Nadie, sin embargo, habría creído entonces mi versión de los hechos. Y si me hubiera decidido a hacer un informe oficial, habría tenido un cincuenta por ciento de posibilidades de acabar en el manicomio más cercano. Pero ahora, que me hallo en posesión de una historia completa, no arriesgo nada. Si algún día se publica, siempre podré decir que se trata de una invención literaria. Únicamente mi mujer, y tal vez un grupo de sabios, sabrán que es una historia verdadera.

Todo el mundo reconocía en mi hermano Bernard al cerebro de la familia. Personalmente, nunca me sorprendió oír decir a la gente que Bernard coleccionaba títulos y certificados de igual forma que otros coleccionan mariposas o sellos de correos. Aún recuerdo la felicidad que se reflejaba en su rostro cuando regresó a Ray Falls con su diploma de doctor. ¡El doctor Bernard E. Marsden! Y cuando, al bajar del tren, me anunció que le habían elegido para desempeñar un cargo importante en el Instituto de Investigaciones Nucleares.

LA MOSCA: Relatos Del AntimundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora