VUELTA A EMPEZAR

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"¡Morir es solo volver a empezar!"

-¿Quién ha dicho eso? –pregunté sentándome en mi cama del hospital, estrecha y poco elástica, pero confortable a pesar de todo.

Respiraba con dificultad. Mi aliento era ronco e intentaba en vano escudriñar las sombras, que parecían dispuestas a cerrarse sobre mí y a engullir el amarillento e insuficiente resplandor de la lámpara del techo, viejo residuo de un plan para economizar.

-¿Quién ha dicho qué? –preguntó la enfermera en voz baja.

Al mismo tiempo, me enjuagó la frente y reajustó la odiosa sonda de oxígeno cuidadosamente hundida en mi fosa nasal derecha.

-Seguramente tiene razón... -murmuré, pensando en el teléfono que se encontraba al lado de la cama, a través del cual aún oía resonar la voz de mi hijo...

-¿Quién tiene razón? –preguntó la enfermera, que en aquel momento intentaba tomarme el pulso.

-Usted... Usted tiene razón... Y debería saberlo... Las enfermeras siempre tienen razón.

Comprendía ya que estaba a punto de morirme. Se trataba, naturalmente, de un antiguo temor, pero hasta entonces, durante los meses anteriores, no había pasado de ser una convicción subconsciente. Ahora no. Ahora acababa de cobrar una repentina conciencia de la proximidad de mi hijo, y no a través del dolor, del cansancio o –mucho menos- de mi creciente dificultad para respirar. Todos estos síntomas no tenían nada raro en un hombre de ochenta años. No, era otra cosa, un sentimiento extraño, un absurdo deseo de partir y –al mismo tiempo- de ver una vez más, y durante el mayor rato posible, a las personas que amaba. "No lo digo para preocuparte, hijo mío, pero estoy en pleno declive, como sabes, y no puedo durar siempre..." Era mi pretexto habitual para atraer a uno de mis hijos o a los dos, lo cual, en mi pensamiento consciente, no dejaba de ser un simple juego, porque yo no me creía en declive alguno y solo deseaba sentirme acompañado, pero –a pesar de ello- ya entonces, desde mi subconsciente, comprendía que era verdad.

La misma situación se había producido anteriormente, cuando mis hijos, al darse cuenta de que llevaba varias semanas sin abandonar la cama, llamaron a un médico muy conocido. A un médico que fue cortés, eficaz, incluso reconfortador. Pero el ojo subconsciente de un viejo puede leer todos los pensamientos, hasta los de un especialista.

Mis hijos me trataron a cuerpo de rey. Siempre habían sido buenos chicos. Me llevaron a una hermosa clínica, atestada de flores y de bien cuidados céspedes. La enfermera diurna era guapa, posiblemente muy guapa; el personal, afable y consciente de sus obligaciones. Todo resultaba tan inesperado, tenía mi habitación tal aire de alegría, que por un momento creí terminados mis malos sueños e inminente mi regreso a casa. Lo creí con tanta fuerza que tuve suficiente humor para gastarle una broma pesada a la enfermera, cuando vino a desnudarme, diciéndole que pronto saldría de aquel cuarto más bien fresco y en posición horizontal. Ella se rió de buena gana, mientras me desnudaba con sus manos rosadas, ágiles y poderosas, y yo –sugestionado por aquella repentina sensación de bienestar- me sentí molesto por su presencia. Estaba enfermo, sí, pero no era un inválido ni un bebé.

-No me voy a quitar los calcetines, señorita –dije con una voz tranquila, neutra e indiferente, pero llena de determinación.

-Como usted quiera, señor.

Aquella concesión me desconcertó bastante. Siempre había pensado que las clínicas, los hospitales y los sanatorios, por muy lujosos que fueran, se regían por leyes estrictas. La irritante desenvoltura de la enfermera al ponerme un pijama limpio, su titubeo antes de decidirse a dejar abierto el botón del cuello y, especialmente, los golpecitos que dio en la parte trasera de la chaqueta para alisarla, como si yo fuera un chaval obligado a estrenar demasiado tarde su primer traje de marinero... todo aquello me exasperó y estuve en un tris de anunciarle rabiosamente que iría en chaleco durante el día y con sombrero hongo por la noche. Pero la suavidad de su "como usted quiera, señor", me hizo meterme en la cama sin decir esta boca es mía... sintiéndome incluso agradecido de que no me diera palmaditas en el trasero durante esta operación.

LA MOSCA: Relatos Del AntimundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora