LA OTRA MANO

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-¿Doctor, podría usted cortarme la mano derecha?

Eché un vistazo por encima de las gafas al hombre delgado y atlético que se encontraba al otro lado de la mesa y, durante un segundo, mi mirada se cruzó con la suya. Allí se leía, al mismo tiempo, miedo y determinación.

Cogí una ficha:

-¿Su nombre, señor...?

-Manoque. Aquí tiene mi carnet de identidad... Jean-Claude Manoque.

-¿Su edad?

-Treinta y dos años.

-¿Su dirección?

Después de cada pregunta, le miraba. Tranquilo a pesar de su petición, bien vestido y dueño de una voz particularmente suave, aquel individuo parecía un hombre de mundo y su dirección daba a entender que gozaba de una posición acomodada. Sus ojos, sin embargo, traicionaban cierto nerviosismo, lo cual nada tenía de extraño en una persona que había tomado la decisión de hacerse operar.

-¿Es su médico de cabecera quien le ha sugerido la necesidad de una intervención quirúrgica?

Cuando le oí decir que no había consultado a ningún otro médico y que había venido a verme únicamente porque yo era cirujano y vecino suyo, dejé la pluma y me acomodé en la butaca.

-¿Quiere enseñarme su mano, señor Manoque?

Se inclinó hacia mí y extendió la mano sobre la mesa, con la palma vuelta hacia arriba. Era el instrumento fuerte y bien formado que cabía esperar de un hombre de acción, con largos y robustos dedos de punta cuadrada. En la base del pulgar y a lo largo de la palma descubrí dos callosidades que toqué ligeramente.

-Es el tenis –me explicó sonriendo.

Le puse la mano boca abajo, miré las uñas, impecablemente arregladas, y llevé a cabo una inspección superficial, apretando los distintos tendones y venas. Un discreto vello, que le cubría la piel desde la muñeca hasta el arranque de los dedos, denotaba fuerza física, y dos viejas cicatrices sobre las articulares parecían indicar cierra agresividad.

-La otra mano, por favor...

Ambas se parecían mucho. Solo existía una diferencia perceptible: la derecha temblaba ligeramente, pero también aquello podía obedecer al tenis.

-Gracias, señor Manoque. Ahora, si hace el favor de explicarme...

-¿Es absolutamente necesario?

-Temo que sí. ¿Por qué quiere desprenderse de su mano?

-Porque no me pertenece –dijo con lentitud, mirándome fijamente a los ojos.

-Ya comprendo, ¿y de quién es? –le pregunté mientras atrancaba una hoja del bloc de notas y empezaba a escribir. Una larga experiencia profesional me había enseñado a no manifestar nunca sorpresa e incluso a reprimir hasta la más imperceptible sonrisa ante las declaraciones de mis pacientes.

-No lo sé, ni me importa. Lo único que quiero es librarme de ella...

-Señor Manoque, siento no poder atenderle personalmente, pero aquí tiene la dirección de un colega que le ayudará.

-Un psiquiatra, supongo. Gracias, doctor. Lo que yo necesito es un cirujano. Perdóneme por haberle molestado... En realidad, ya contaba con esta reacción. Me arreglaré de otro modo.

-Sí, señor Manoque. Se trata de la dirección de un psiquiatra, pero se equivoca si piensa que no puede hacer nada por usted. Le aconsejo que vaya a verlo.

-No, gracias. Volveré por aquí.

Hizo un saludo ligero y se levantó.

-No pondré recibirle.

LA MOSCA: Relatos Del AntimundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora