DEDUCCIONES DESDE LA BUTACA

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Tom Delone, uno de nuestros vecinos, fue la primera persona que entró en casa después de que Mary encontrara vacía la cuna de Tweeny. Tom tenía unos dientes de extraordinaria blancura. Los dentistas no atinaban a explicárselo y a los actores de cine no les gustaba que anduviera en torno a ellos, porque cuando sonreía, los fotógrafos de la prensa desviaban la cámara hacia él. Por otra parte, Tom era, entre los policías de Los Ángeles, el que tenía las manos más pequeñas. Pero no podía uno fiarse de ello, porque una oreja despedazada y una larga cicatriz blanca sobre la nuca acreditaban sobradamente su valor. A mí, sin embargo, me parecía que solo había pasado un año desde aquella época en que me veía obligado a expulsarle dos veces por día del césped de nuestro jardín. Le encantaba jugar a los indios y a los cowboys.

El tono de Mary al llamarle le hizo correr. Acababa de terminar su servicio nocturno y aún tenía los ojos enrojecidos por culpa de esta maldita niebla, que cada año es peor en nuestra ciudad. Sobre su barbilla, en el lugar donde –si dejara de afeitarse un par de semanas- llegaría a crecerle una pequeña barba, se veían dos manchas azules. Pero su tez seguía siendo fresca y sonrosada.

-¡Tweeny! ¿Estás segura, señora Palmer? No será que... No. Bueno, entonces no hay tiempo que perder.

Se echó la gorra hacia atrás, sin quitársela de la cabeza –una cabeza cubierta de bucles que se hacía esquilar muy cortos-, cogió el teléfono y marcó el número de la comisaría más importante. Mary permaneció a su lado, temblorosa pero con los ojos secos, mientras Tom explicaba que acababa de descubrirse el rapto de un bebé.

-Me quedaré aquí hasta la llegada de la brigada especial. No tardarán casi nada, señora Palmer. ¿Y el Abuelo no ha oído nada? –preguntó, dándome unas palmadas en el lomo.

-No –contestó Mary-. Además es muy viejo. Casi no puede moverse. Para ahorrarle la subida, le hemos instalado aquí, en la planta baja.

-Pero eso no le impide estar como un toro, ¿eh, Abuelo? –dijo Tom sacudiéndome en mi butaca, junto al fuego, hasta el extremo de que el reumatismo me obligó a hacer una mueca.

Vivíamos en un barrio residencial, o que, por lo menos, lo era hasta que la gente empezó a hacerse construir horribles palacios en Beverly Hills. A pesar de ello, y a algunos centenares de metros del Bulevar Hollywood, las casas con las vigas al descubierto de nuestra calle estaban aún bien conservadas y los inquilinos se preocupaban mucho del impecable aspecto de sus céspedes.

Yo me dedicaba a olfatear, tratando de analizar un olor vago e inhabitual, cuando los amigos de Tom lo disiparon abriendo media docena de veces la puerta de delante y de detrás. Sin embargo, solo vinieron al cuarto de estar después de haber visitado el piso de arriba e inspeccionado casi todas las puertas y ventanas. Uno de ellos se levantó el sombrero muy ligeramente, lo justo para rascarse la cabeza por la abertura.

-¿Sospecha de alguien, señora Palmer? ¿Tienen ustedes enemigos? –preguntó el policía más viejo, sin dejar de recorrer la habitación a lo largo y a lo ancho, como si estuviera de batida.

-No, no, sin la menor duda.

-¿Dónde se encuentra su marido? ¿A qué se dedica?

-Es oficial de la marina mercante y ahora está en Japón.

-¿Quién vive con usted, señora Palmer?

-Yvonne, una criada francesa que solo lleva aquí unas semanas, mi madre, Tweeny, claro está, y... el Abuelo, que es demasiado viejo y demasiado reumático para abandonar así como así su butaca.

-¿Por qué cree que Tweeny ha sido raptado?

-¿Qué otra cosa puede haberle sucedido, comisario? –dijo la madre de Mary, interrumpiendo al policía-. Tweeny solo tiene siete meses y es un niño notable en muchas cosas, pero no tanto como para andar solo o volar.

LA MOSCA: Relatos Del AntimundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora