Capítulo 1

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—¡Charlotte, las galletas! —exclama la señora Benson entrando en la cocina. Corre hacia el horno y lo apaga antes de que yo llegue a él—. Cumplir años te tiene distraída —me recrimina sin eliminar por completo el tono de cariño de su voz.

—Sí, perdona. Últimamente tengo la cabeza en otras cosas —me disculpo y con cuidado saco la bandeja del horno. Algunas galletas se han tostado un poco más de la cuenta, pero no ha ido a mayores.

—¿En otras cosas o en otro lugar?

—Un poco de todo —le sonrió cómplice—. Aún no me creo que lo haya conseguido.

—Pues créetelo. Has trabajado duro todos estos años. Si no que me pregunten a mí, que te he visto crecer, aprender, equivocarte y madurar a lo largo de estos... ¿cinco años?

—Cinco años —asiento mientras coloco las galletas recién horneadas en una bandeja.

—Aún recuerdo a la niña que apareció una mañana en la puerta, pidiendo un trabajo y declarando ser una gran pastelera... —rememora fijando su mirada melancólica sobre mí.

—No empieces —le advierto tragándome mis sentimientos. Aún no estoy lista para la despedida ni para empezar con las lágrimas.

—Es difícil no hacerlo. No nos queda mucho tiempo juntas.

Dispuesta a no dejarla continuar por ese camino, sabiendo que las dos acabaríamos llorando y con una clientela observando el espectáculo, agarro la bandeja y me dirijo al mostrador escuchando los pasos de la señora Benson tras de mí.

—¿Cuándo le vas a transferir el dinero a la dueña? —inquiere mi jefa.

—Mañana por la mañana. Estás muy preguntona hoy —añado.

—Preocupación de madre no madre —se encoge de hombros y se gira a atender a un nuevo cliente que acaba de entrar.

Cuando mi madre murió, me quedé sola, pasando de casa de acogida en casa de acogida durante tres años. En once casas estuve en ese periodo de tiempo, y aunque en ninguna estuve el tiempo suficiente como para encariñarme con alguien, pasar por todo eso me hizo darme cuenta de que no necesitaba a nadie. Conmigo misma me valía. Así que, a los dieciséis años, comencé a faltar a clase para buscar un trabajo con el que poder conseguir dinero para cumplir mi sueño: abrir una pastelería en el pueblo natal de mi madre, en Massachusetts. ¿Una locura? Sí. Pero era mi locura.

Ella siempre quiso volver y enseñarme todo aquello que tanto amaba cuando era pequeña. Me contaba historias del pueblo y de su infancia en él, historias que quedaban impresas en mi interior y cada día me acercaban un poco más a ella. Su pueblo se convirtió en mi sueño, y mi sueño era algo que estaba dispuesta a cumplir. Porque si no, ¿para qué sirven los sueños, más que para anhelarlos y luchar por ellos? Un sueño muerto no es más que un cacho de infelicidad en tu interior. Y no sé el resto, pero yo no estoy dispuesta a renunciar a mi sueño, y menos a mi felicidad.

—¿Otra vez en las musarañas? —pregunta la señora Benson tras despachar al cliente.

Tuerzo el gesto como única respuesta y me giro hacia la cocina para comenzar a limpiar un poco antes del cierre.

—¡Char, Char, Char! —me interrumpe Liam entrando como un torbellino en el local. Una involuntaria sonrisa se expande por mi cara. Ese crío va siempre como caballo desbocado.

—¡Liam! —exclamo saliendo de detrás de la barra y abro los brazos para recibir el tan ansiado abrazo de cumpleaños. Él salta a mis brazos y yo lucho por no tambalearme. Cada año que pasa pesa más y eso mi cuerpo lo nota. No es lo mismo hacerlo cuando él tenía dos años que ahora que tiene siete.

—¡Es tu cumpleaños! —grita a la altura de mi oreja. Dejándome momentáneamente algo sorda.

—Sí, eso me han dicho —bromeo dejándole en el suelo. Intercambio miradas con su niñera y un simple saludo con la cabeza. Si la gente dice que yo soy algo cerrada, os puedo asegurar que ella lo es más. Pero ese intercambio silencioso nos es suficiente a las dos.

—Tengo algo para ti —anuncia Liam—. Lo he estado haciendo en clase. La profe me ha pillado y me ha regañado, pero no me lo ha quitado —susurra para que solo yo lo oiga.

Nunca sé qué hacer en estas situaciones. ¿Debería decirle algo por haber estado distraído en clase o ignorarlo y aceptar lo que sea que haya estado haciendo con tantas ganas para mí? En esta ocasión opto por lo segundo.

—Tranquilo, no le diré nada a tu madre —le susurro de vuelta y le guiño un ojo, sabiendo que probablemente su madre esté observando tras el mostrador. No hace falta conocer mucho a Liam como para saber que la mayor parte del tiempo está haciendo algo que no debería. Es un niño inteligente, bueno y cariñoso, pero también es hiperactivo, curioso y algo mimado. Nadie es perfecto.

Se acerca a Terry, su niñera, y con el mismo secretismo, esta saca algo del bolso y se lo tiende a Liam, que lo oculta tras su cuerpo mientras camina de vuelta hacia mí.

—Para ti —dice Liam con una amplia sonrisa entregándome el misterioso regalo.

—Muchas gracias —respondo agarrando la tarjeta.

—Mira, sois Kira y tú —explica señalando los dibujos que ha hecho en la portada. A mi gata solo le ha dibujado la cabeza naranja, mientras que a mí me ha dibujado entera. Es un desastre dibujando, espero que no se quiera dedicar a ello, pero aun así me parece un dibujo de lo más hermoso. Puede que sea que me siento sensible, o su entusiasmo, o que vaya a ser el último cumpleaños que pase aquí. Puede que sea una mezcla de todo eso. Pero en este momento he decidido que ese dibujo va a adornar mi nevera de por vida.

—Me encanta, Liam —respondo agachándose a su altura y le envuelvo con mis brazos.

—Char, hay más. Ábrelo —me indica rompiendo el abrazo.

Sigo sus indicaciones y lo hago. Dentro con la caligrafía irregular de Liam hay algo escrito:

«Feliz cumple.

Espero que seas tan feliz allí como lo has sido aquí.

Te quiero. Dile a Kira que a ella también la quiero».

Creo que me ha entrado algo en el ojo. En este momento dudo que esté tomando la decisión más acertada. Igual debería renunciar a todo y quedarme aquí. Sin decir nada vuelvo a abrazar a Liam, esta vez con más fuerza y él me devuelve el abrazo con las mismas ganas. ¿Estaré haciendo lo correcto?

Hagamos un trato ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora