Prólogo

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Hay historias que nunca terminan y personas que no desaparecen de nuestro corazón. El tiempo pasa y la vida ha cambiado, el reloj corre prisa y yo voy detrás de él tan rápido como me lo permiten mis piernas.

Más de una vez, incluso en mis sueños más turbios y sosos, me he visto perecer en el umbral de aquel sofá que adorna la aburrida sala de mi hogar. Más de una vez en mis pensamientos sombríos, me he visto ya anciano cerrando los ojos, despidiéndome de la vida y de lo que conlleva tenerla.

He de admitir que la idea de morir en la vejez no me tienta demasiado, sin embargo, morir en plena juventud me llama la atención. Tal vez, después de tanto, no he dejado de ser un cobarde y es por eso que si pudiera elegir, elegiría que la vida o mejor dicho, la muerte, me llamase.

Pero estoy aquí, en el borde de todo, esperando que mis pecados sean perdonados, que mis mentiras sean comprendidas y que tú, regreses.

Aquella noche la recuerdo bien, nuestras manos se iluminaron y la magia desapareció como la oscuridad ante el llamado del sol. Recuerdo la incertidumbre colarse por mis huesos, y las miradas incrédulas de todos aquellos que estábamos presentes. Con la muerte del señor tenebroso, la magia perdió sentido alguno, pues habitaba en nosotros para combatir el mal, aunque algunos, como yo, decidimos acompañarle.

Dejar la vida de mago no fue cosa fácil, dejar todo lo que conocía tampoco lo fue. No hay pista alguna de su existencia y si hablásemos de aquel suceso, quien nos escuche terminaría denominándonos locos.

De la codicia y la avaricia de mi familia, pude crear un imperio, y entre ciudades desconocidas y personas a quienes yo denominaba con anterioridad asquerosas, me crie y me forme. Pero no fue hasta que perdí a mi familia, que yo comencé a valorar la vida como lo que era, un instante fugaz.

Quede desolado en una mansión extravagante y el peso de la tristeza me consumía terriblemente en las noches. Es cierto que siempre me contemple solo, pero esta vez realmente lo estaba. Tenía los polvos en los que se habían convertido mi padre y mi madre, y les contemplaba cada mañana antes de salir el sol. Eso era todo lo que quedaba, polvo, solo polvo.

De los poderíos de mis padres, había logrado sacar provecho. Estudie medicina por muchos años y con su dinero e influencias logre hacerme de un hospital. Y aquí estaba yo, cuidando de aquellos a los que llame sangre sucia algún día, viéndome como igual, entendiendo el verdadero significado del ser. Entendiendo que el dinero y un buen apellido no le daban a la sangre fuerza o pureza, que tal vez solo daba una oportunidad más cómoda de vivir.

La vida comenzaba a tener sentido, sobre todo cuando la muerte empieza a ser comprendida, cuando sonríes al sanar a alguien, cuando vas olvidando la idea de aquel sofá, hasta que llega alguien y te hace entender que tus pecados aun no son perdonados, que el mal que hiciste no lo puedes dejar simplemente atrás, que hay una condena que pagar.

Mentir nunca fue difícil, al menos mentir para dañar nunca lo fue. Pero ¿Qué pasa si la felicidad de alguien más depende de ello? ¿Qué pasa cuando tú dependes de ello? No lo sé, y espero aun falten años para saberlo, espero de verdad que así sea.

El pecado de mentirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora