Entre el Cielo y la Tierra

Alex

Los siete pecados capitales: la avaricia, la ira, la pereza, la gula, la lujuria, la soberbia y la envidia. Creo que en éstas dos semanas los he cumplido todos y cada uno de ellos.

La soberbia fue algo que siempre me caracterizó. Resulta complicado de explicar...¿cómo es que un ángel ha perdido toda la humildad con la que es dotado al nacer? Bueno, es una eterna puja de superviviencia: si uno no es capaz de creer en sí mismo, entonces nada lo salva ante los peligros que atentan en contra de ellos. Siempre creí que no estaba mal tener un poco de confianza en uno mismo...aunque la mía ha excedido los límites infranqueables.

Y esa soberbia se convirtió en un arma de doble filo, pues fue aquella que me elevó y elevó hasta la cima del éxito, y la misma que luego me empujó hacia el vacío.

El resto de los pecados cayeron sobre mí como una cascada de mala suerte, aplastándome y ahogándome hasta que fue demasiado tarde para arrepentirme de ellos. Una misma mujer me hizo sentir todo al mismo tiempo: la lujuria, esa que me hacía acostarme con el corazón acelerado y despertar pensando en ella; la avaricia, el hecho de querer que me pertenezca a mí y a nadie más; la envidia, cuando me abandonó por otro ángel y la ira que me embargó al verlos juntos, pululando en la inmensidad celestial como si yo nunca hubiera existido...

Todo ese odio se acumuló y se propagó en mi cuerpo de la misma forma que lo hace un cáncer terminal: letal y silenciosamente, hasta que te derruye por dentro.
Así, cuando quise darme cuenta, ya era demasiado tarde y toda fuerza de voluntad en mí desapareció; la angustia me fue empujando despacito hasta la Supremacía y yo caminaba arrastrando mis pies, sintiéndome ya un condenado más para abandonar el mundo en el que vivía. Pedí que me exiliaran del cielo, pues me había dejado llevar por tantos pecados que ya no podía cargar con su peso sobre mis hombros y no me creía merecedor de mis dotes.

"Acabaremos con tu dolor, ángel, pero a cambio deberás ser nuestro informante en la tierra" eso me dijeron los sabios, la verdadera ley y justicia por encima de todos nosotros.

Me arrancaron las alas y me echaron al vacío, aunque de premio consuelo me consiguieron un departamento y dinero para hacerme de todo lo que quisiera. Era como robarle su juguete preferido a un niño y luego sosegar su dolor con un abrazo maternal.

Finalmente, cuando ya no quedaba nada de mí, el hambre y la gula lograron que saliera de mi burbuja y explore el mundo exterior, en uno de esos días en los que uno no desea hacer nada más que llenar su estómago hasta reventar. Comí, bebí alcohol, volví a comer y bebí alcohol de nuevo; dejé la nevera (y la billetera) vacía y me acosté con una ebriedad que se convertiría luego en resaca, algo que en mi otra vida nunca había podido experimentar. Y, con los primeros síntomas de cansancio, la pereza me hizo jaque mate.

Sin embargo, luego de desquitarme con todo lo que encontré a mi paso, la ansiedad por descubrir el mundo terrenal se esfumó, tan fugazmente como había aparecido. De repente sentí un vacío inmenso; todo lo que había hecho me pareció un gravísimo error impulsivo, que hizo que empezara a desesperarme.

Durante los siguientes días actué como una colegiala adolescente a la que acababan de rechazar. Grité, pataleé y lloré hasta que las lágrimas ya no salían de mis ojos; maldije a todos y a todo lo que me rodeaba, en especial a esa mujer por la que había tomado tal decisión; rompí cosas, hice un lío terrible en el departamento y luego lo limpié en silencio, sumido en una angustia que me había llevado al mutismo.

Cuando el mes estaba por terminar recibí una orden de los sabios, quienes me habían estado observando durante todo este tiempo; y bajo el lema "así es la vida" me dijeron muy indirectamente que deje de comportarme como un niño caprichoso.