2. Aventuras bizarras. Pt. 2

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Nota del autor:

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—Ho-hola Felio —dijo Constantino con poquísimo entusiasmo. —Ramiro no me dijo nada de que vendrías —apuntó mirando a Ramiro con cara de mala ostia.

—Si estorbo me voy —comenté yo señalando hacia la escalera.

—No, es igual; pasad —contestó finalmente tras unos instantes de reflexión—. Sentiros como si "no" estuvierais en vuestra casa —añadió con un tono irónico —. Pasad al salón mientras voy a mi cuarto a buscar la cinta.

Mientras se dirigía por el pasillo hacia su cuarto, mi imaginación hiperactiva me jugó una de sus habituales malas pasadas, pues me pareció oírle susurrar entre dientes: —¡Mierda! Con dos será más difícil —pero como casi siempre hago, hice caso omiso a semejante paranoia. Al llegar al final del pasillo mi atención se enfocó sobre la salita en la que nos hallábamos. Sus paredes estaban tapizadas con un hortero papel de rombos de un descolorido verde claro, con unas barrocas flores en el centro. El papel, combinado con los junquillos de plástico que iban del rodapié a la mitad de la pared, daban una opresiva sensación de reducción a la sala, que en realidad era de un tamaño razonable. Las paredes estaban llenas de pequeños cuadros decorativos, y la tele se hallaba en un gran aparador de madera prensada, con vetas de un oscurísimo color tinto.

—¡Que tío tan raro! —me susurró Ramiro —. ¡Tiene el frigorífico en la salita, en vez de en la cocinilla!

—Ten cuidado no nos vaya a oír —le dije yo en un tono aún más apagado, mientras me dirigía a examinar un extraño objeto que había llamado mi atención. Era un grandioso botijo de barro, con su tapón de paño para el pitorro y todo, y con unos extrañísimos símbolos negros dibujados por toda su superficie.

—¡Vamos a buitrearle a este tío el frigorífico, a ver qué tiene de comer! —exclamó Ramiro con un malicioso tono de voz.

—Como venga y te coja abriéndole el frigorífico se te va a caer el "nácaro" a cachos —le advertí yo sin prestarle atención mientras examinaba con detenimiento los elaborados y misteriosos símbolos de aquella extraña pieza de artesanía garrula. Pero no daba la impresión de que fuera a venir, pues al final del pasillo se oía un gran barullo, como de buscar y rebuscar moviendo cosas.

Constantino —llamé en voz alta para que me oyera desde su habitación— ¿qué es este botijo tan raro que tienes en el salón, si se puede saber?

—¡Ah! —se oyó su voz apagada por la distancia— Eso es una paranoia de mi abuelo —más traqueteo de trastos—. Según una leyenda de Fuente Obejuna , en tiempos de mi tatarabuelo en mi pueblo había un pastor que se trincaba a las cabras, pero harto de la monotonía, un día mientras paseaba al rebaño, vio una loba indefensa, que se había quedado pillada en un cepo, y el tío vicioso hizo lo propio. Entonces, según se cuenta, a la familia del pastor le cayó una maldición y acudieron a una bruja para que les ayudara, y la bruja, que era una chapucera, no pudo quitársela, pero hizo ese amuleto que reducía la maldición tan sólo a las noches de luna llena. Cuando mi abuelo se enteró de que me venía a Córdoba a estudiar me obligó a traérmelo, aunque yo creo que es horterísimo.

Mientras había ido contando esto yo había cogido fascinado el botijo entre mis manos. ¡Era el objeto de ocultismo más cateto que había visto nunca!

—¿Y cómo es que lo tenía tu abuelo? —inquirí interesado mientras examinaba en alto las extrañas inscripciones de la base del botijo.

—No sé —contestó Constantino entre el clamor de una pila de objetos que parecían caer al suelo—. ¿Dónde coño he puesto la herramienta? —le oí decir para sus adentros— La cosa es que mi abuelo debió conocer al tío porque era del gremio.

—¿De los follacabras o de los pastores? —le pregunté yo a Ramiro "por lo bajini", conteniendo un acceso de risa.

 Pero Ramiro no se rió, no dio un ruido; de espaldas a él como estaba, no había seguido su incursión al frigorífico, pero me extrañó que no le hubiera oído siquiera trastear el congelador.

—¡Ostia! —Exclamé conteniendo el tono, pues, mientras me encerraba en estas cavilaciones, el botijo, que tenía una capa de un barniz sedoso y brillante, se me escapó entre los dedos y fue a estrellarse contra el suelo, rompiéndose en mil pedazos. El líquido negruzco y grasiento que tenía en su interior pringó todo el suelo, el mueble, y el bajo de mis pantalones.

—¿Qué ha sido eso? —oí preguntar a Constantino entre el rumor ininterrumpido de su búsqueda.

—Na-nada —dije yo con un nudo en la garganta, —por cierto —dije con el tono más normal que pude—, ¿es muy caro el botijo?

 —¿Por qué, es que quieres robármelo y empeñarlo? —esta era otra de sus salerosas bromas. —No se tío, pero siendo de la época de mi tatarabuelo, tendría que valer una pasta, sobre todo por lo raro que es, —aseveró —pero lo que sí tiene es mucho valor sentimental.

 —De puta madre —dije para mis adentros —¡Ramiro, tío, deja el frigorífico y échame una mano con esto! —le susurré frenéticamente mientras contemplaba la escena de devastación que mi despiste había causado —¡Ramiro! —insistí zarandeándalo por el hombro sin apartar la vista de los fragmentos de botijo.

En ese momento del pasillo llegó un tremendo alarido que me puso los pelos de punta, y me encaré al corredor, ignorando por completo a Ramiro. Otro alarido. Y otro, de tono gutural. Parecía como si estuvieran pillándole los cojones a Constantino con una bombona de butano. De pronto se hizo el silencio. Un sudor frío comenzó a bajar por mi espalda.

 —¡Felio...! —trató de decir Ramiro.

 —¡Shh! Cállate un momento, que esto es muy raro —le ordené.

 —Pero, Felio, es qué... —intentó alegar Ramiro. Debía estar muy asustado porque en su voz se percibía casi tanto miedo como en la mía.

 —¡Que te calles coño! —dije yo sin siquiera volverme para mirarlo —¿Constantino, estás bien? —pregunté con voz temblorosa.

Silencio.

 —¡Constantino, tío, déjate de coñas marineras! —dije con una risita nerviosa. Tras de mí Ramiro no emitía el menor sonido. Ahora, por contestación, oí como si estuvieran rajando un tejido en trozos. Seguidamente un gruñido espeluznante salió de la puerta del cuarto de Constantino.

 —Je,Je, qué gases que tienes ¿Eh? —dije al borde del ataque.

 —¡Felio, coño! —gritó Ramiro.

 —¿Queeé? —le respondí yo, pero cuando me giré para ver qué quería Ramiro, el grito se apagó en mi garganta.

Ramiro estaba blanco como la leche, y su brazo petrificado señalaba el cajón del congelador.

 —Esto —dijo Ramiro con un hilo de voz. Una vaharada de ese olor a salchichón rancio me golpeó el rostro cuando me acerqué al congelador y aparté la bolsa que me impedía ver con claridad en su interior. Los tallarines con sabor a ternera comenzaron a salir de mi boca junto a otras sustancias menos reconocibles. El amargor de la bilis acompañó la delirante visión de manos y pies congelados con los tendones y huesos al aire, con partes roídas y un largo trozo de intestino que se descolgó por la puerta del frigorífico.

Historias que no contaría a mi madre. Volumen 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora