Cate me mira zalameramente desde la repisa exterior de la ventana. No cuela. La última vez que en un descuido se escabulló dentro del estudio mientras trabajaba, estuve quitando pintura de la casa una semana. De hecho, aún quedan unas pequeñas huellas color mostaza junto al diván a modo de recordatorio de por qué la combinación gatos y pintura no es una buena idea.
Firmo el lienzo de 2x2 m y dejo el pincel en el bote de aguarrás donde la mezcla de colores ha dado como resultado un líquido de color indefinible. Enciendo el fuego de la tetera de camino al jardín donde me dirijo para intentar sacar de mis uñas los restos de pintura antes de que se conviertan en una manicura permanente.
Lo primero que escucho al salir es la voz estridente de mi vecina hablándole a alguien que, supongo, se encuentra en la calle. No me interesa en absoluto su conversación pero esta termina colándose en mi cerebro a pesar de mis esfuerzos por evitarlo. Le informa a su interlocutor que está segura de que "se encuentra en casa porque nunca sale" y le insiste en que vuelva a llamar. A continuación oigo unos golpes en la puerta principal de mi casa y entonces me doy cuenta de que la-que-nunca-sale soy yo. Pongo, ahora sí, toda mi atención en la conversación.
—Ha venido un repartidor hace un rato y no ha salido desde entonces. ¡Toca más fuerte!
Bueno, ¡esto es el colmo! Escucho como golpean nuevamente y con más insistencia a la puerta. Quien sea que esté llamando ya debe haberse dado cuenta de que el timbre no funciona. Dejo el cepillo y el jabón en la pila y, a falta de un trapo, sacudo las manos en el aire antes de entrar para evitar que el agua gotee sobre el parqué.
Vuelvo a oír golpes en la puerta cuando enfilo el pasillo de la entrada, lo que solo consigue aumentar mi enfado. No estuve dos horas buscando la forma de desconectar el timbre para que las visitas no deseadas recurran a la vía fácil. Pienso tener una conversación muy seria con mi vecina sobre la privacidad y el derecho a la intimidad cuando me deshaga de quien sea que está llamando a la puerta.
Abro con más intensidad de la necesaria, dispuesta a pedir explicaciones, y entonces le veo. Le veo y el mundo se para. Le veo y me olvido de cómo se respira. Le veo y los meses de ausencia caen de golpe sobre mí como un alud de nieve en la montaña: sin piedad ni contención, arrasando con todo.
Es él. Con su piel morena y más barba que de costumbre. Con sus ojos del color del té negro y su media sonrisa. Con su altura y porte elegante que siempre me han impresionado al punto de cortarme el aliento.
Y está frente a mí. Otra vez. Y me veo a través de sus ojos. Con un moño deshecho y la mancha de pintura azul en la mejilla que se muere por limpiar con el pulgar. Con mis dos lunares junto a los labios que él siempre besaba antes de despedirnos y que yo he deseado poder borrar cada día que me ha faltado. Descalza, con la ropa vieja que uso para pintar y temblando de pies a cabeza. Me veo a través de sus ojos y es lo último que veo.
Despierto tumbada en el sofá. No soy capaz de abrir los ojos, pero no necesito hacerlo para ser consciente de su presencia en el salón. Mi salón. Está en mi salón.
Escucho la tetera silbar en la cocina y sus pasos seguros y desenvueltos. Abro los ojos cuando pone una taza de té frente a mí. No dice nada y yo no me siento capaz de articular dos palabras de forma coherente. Bebo un sorbo de té fuerte y caliente y siento al instante el efecto de la teína y el azúcar en mi sistema nervioso.
Dos terrones de azúcar. Lo recuerda.
Me percato de que no se ha servido una taza y no me sorprendo de ello.
—Lo siento, no tengo té negro. —me disculpo vacilante.
No pienso admitir que no he sido capaz de volver a probar un sorbo del té que siempre tomábamos juntos desde que nos conocimos en la cafetería de Oxford, donde ambos intentábamos entrar en calor durante una de esas típicas tardes lluviosas del otoño británico. Ni que cuando se marchó me deshice de todo el English breakfast tea que había en casa y lo sustituí por té turco corriente.
Tampoco hace falta. Lo conozco lo suficiente para saber que ha adivinado el motivo por sí mismo y sin ayuda. Su ligera sonrisa, apenas perceptible en sus labios, pero que sus ojos no pueden esconder, me lo confirma.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta y supongo que se refiere al hecho de que me haya desplomado frente a sus ojos hace un apenas unos minutos.
Aún siento el calor en los hombros, donde sus manos me agarraron para que no cayese al suelo. Detrás de las rodillas, donde su brazo se deslizó para levantarme. En la espalda, desde donde me apretó contra su pecho. En la cara, donde su aliento cálido acarició mi piel con cada respiración. ¿Es posible que la piel recuerde lo que tu mente no es capaz?
—Sí —le respondo—, ha debido ser una bajada de azúcar...
Hace como que me cree y del bolsillo de su chaqueta saca algo que desliza por la mesa hacia mí. Hago amago de cogerlo para ver lo que es y me arrepiento al instante.
—Si no recuerdo mal, es tu favo...
—¿Qué haces aquí? —le interrumpo sin mirar el chocolate negro con naranja, envuelto en el característico envoltorio color caldera, cuyo sabor conozco tan bien. El mismo chocolate suizo que me traía cada vez que un viaje de trabajo nos obligaba a separarnos durante unos días.
No lo miro porque esta separación no ha durado unos días. Ninguna reunión nos ha separado para volver a encontrarnos con más ganas, para comernos a besos en el aeropuerto, para hacer el amor al volver a casa como si fuese la primera vez.
Va a contestarme cuando Cate, que ha entrado sigilosamente en el salón sin que nos percatemos de su presencia, salta al sillón en el que se encuentra sentado y lo sorprende. La muy traidora se acurruca sobre sus piernas en busca de mimos. Y de repente, esa imagen, tan familiar y tan lejana a la vez, me hace romper a llorar.
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LA MEMORIA DE TU AUSENCIA
Lãng mạnUna historia de amor, reencuentros e historias del pasado.