De Escama y Humo

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Estaba en ruinas. Por dentro y por fuera. Ya no humeaba, pero no hacía demasiado que había dejado de hacerlo. La espada quebrada yacía en el umbral de lo que había sido la entrada principal del castillo. Su dueño intentaba liberarse de los escombros que habían sepultado la mitad de su cuerpo.

Los alaridos chirriantes de las bestias todavía se oían a lo lejos. Sus sombras lo hacían ocultarse a cada rato, aunque dudaba que volviesen a atacar. Habían arrasado con todo.

Raoul quitaba con cuidado, aunque sin pausa, las piedras y maderas que habían atrapado sus piernas. Podía mover sus extremidades mínimamente y, si se concentraba, sentía todos los dedos de sus pies dentro de sus botas de piel. Suspiró, tratando de tranquilizarse. Dio con la pieza que le permitió colarse por el hueco y se dejó caer al suelo polvoriento con un quejido. Rodó unos metros hasta quedar tumbado boca arriba. Inspiró profundamente, concienciándose de lo que estaba a punto de hacer. Giró hacia su costado derecho y se impulsó con sus manos para ponerse en pie. Aunque dolorido, su cuerpo le respondió a la perfección. Había tenido la suerte de no lesionarse más allá de un par de golpes y rasguños. Había perdido parte de su armadura, pero no le importaba. Así podría moverse con más agilidad; y no era como si el metal le protegiese en demasía contra el fuego infernal de un dragón adulto.

Miró alrededor, buscando alguna señal del resto de los integrantes de la Guardia Real, aunque esperaba que hubiesen tenido tiempo de escoltar a sus Majestades hasta un lugar seguro.

Un golpe seco, casi elegante, le hizo esconderse tras un muro medio derruido. El suelo aún vibraba bajo sus pies cuando acabó de agacharse, pegando la espalda a la pared. Desenfundó la daga de su cinto, preparado para defenderse si fuese necesario. Aunque aquel sonido correspondía indudablemente a un dragón tocando tierra; la hoja de su arma ni siquiera arañaría sus escamas.

Las pisadas metálicas lo confundieron por completo.

Provenían del mismo lugar en el que había aterrizado el dragón, pero aquel sonido no era de un animal. Era humano. De un humano en armadura. Contuvo la respiración e intentó asomarse por uno de los lados sin ser visto.

El recién llegado vestía de oscuro. La coraza parecía un cuerpo cubierto de escamas negras y brillantes; el yelmo le cubría la mitad del rostro, pero dejaba a la vista una barba oscura y tupida, nada propia de los miembros de la corte. Sin embargo, ni su porte ni sus ropajes le hacían pensar que se tratase de un campesino. Sin duda, debía tratarse de un caballero de tierras lejanas.

Se detuvo junto a su espada rota y repasó el lugar con la mirada. Aunque no parecía mucho más alto que él, su presencia era imponente. Respiró profundamente, haciendo que Raoul lo imitara por inercia. Quizás más alto de lo que pretendía. El caballero oscuro sonrió, bajando la mirada. Raoul apretó la empuñadura de su daga ente sus dedos.

—Podéis salir de vuestro escondite. —Raoul se sobresaltó al oír su voz reverberar en la estancia. Su acento le delataba, pero seguía sin adivinar su procedencia—. No he venido a haceros daño.

Raoul cerró sus ojos con fuerza, decidiendo su próximo movimiento. Asintió para sí y se levantó con decisión, colocándose delante del muro. Apuntó con la daga al intruso, pero el caballero rió ante su osadía.

—Volved por donde habéis venido y no os pasará nada —advirtió Raoul. Sabía que, en un combate mano a mano, tenía las de perder, pero pensaba aferrase a la única oportunidad que tenía de salir victorioso y defender su castillo como había jurado hacer.

El caballero volvió a reír. Levantó los brazos y Raoul se tensó, completamente en alerta. Pero tan solo se llevó a la cabeza y retiró su yelmo, descubriendo su rostro tostado y su cabello rizado.

#yomequedoencasa | drabbles para la cuarentenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora