PRELUDIO
La furia de Harold aumentaba gradualmente hasta convertirse en algo carnívoro y descomunal, en algo que amenazaba con devorarlo todo.
Después de la alborotada persecución que se llevó a cabo hace menos de cinco minutos; Harold estaba exhausto y soñoliento. Fruncía el entrecejo, intentaba aguantar la respiración, intentaba no olerse a sí mismo.
Se paseaba estrepitosamente por toda la habitación, dando tumbos. Hasta mantenerse en una quietud fría, en un horrible e inquietante silencio funesto. No pretendía, aún, entablar una conversación con su hijo ilegitimo. Deseaba profundamente, como decía él, dar una lección a aquel imbécil que osaba portar el apellido que él tanto había portado con orgullo.
Se acercó lentamente hacía su hijo, pero se tambaleaba al no poder hacerlo. Se encontraba demasiado mareado como para poder mantenerse en pie. Cuando se acercó a una distancia, suficientemente cercana como para que Jeffrey pudiese oler su nauseabundo aliento, estalló gritando.
— ¡¡¡ ¿Qué pretendes?!!!
Jeffrey se mantuvo callado, tenía miedo de abrir la boca y ser víctima de su progenitor. Despistaba la mirada de su padre, el cual gritaba frenéticamente por todo el departamento, caminaba de un lado a otro, y agitaba los brazos invocando las más terribles palabras que pueden existir en el vocablo humano.
Harold, volvió a repetir la misma pregunta en tono prepotente, deseaba una respuesta sensata por parte de su hijo bastardo. Jeffrey se mantuvo estático un par de segundos, las lágrimas chorreaban por su maltratado rostro e intentaba no romperse en llanto. Sabía que su padre lo encerraría en el «cuarto de las pretensiones».
— ¡Responde muchacho!
Harold estaba totalmente ebrio, llevaba en su mano derecha un cuchillo de carnicero que tomó de la cocina hace ya un par de segundos atrás, antes de haber apuñalado hasta la muerte a su querida amante, y a sus dos pequeños hijos: Tom de ocho años y Levi de cuatro. La masacre comenzó cuando Harold regresó al departamento por la madrugada. Estaba totalmente borracho, y el mal humor era su perfecto acompañante en aquel momento. Martha ya estaba harta de soportar las incidencias de su actual marido, así que decidió irse esa misma noche. Tomó ropa, pertenencias personales, las fotos más preciadas de los momentos en que todo era luz y armonía, y despertó a sus tres hijos. Cuando el homicida sorprendió a su amada, lista para dejarlo en la soledad más pura que existe, enloqueció por completo.
Golpeó a su esposa en la mejilla, haciéndola caer al suelo. Después se dirigió al cuarto en donde se encontraban los tres hermanos.
— Por favor, déjalos en paz. — Suplicaba la madre angustiada por el bienestar de sus hijos. Sabía que su marido estaba completamente desequilibrado, y que en cualquier momento era capaz de llevar a cabo las fechorías más bizarras que pueden existir.
Harold entró a la habitación, tomó del cuello a los dos hermanos más pequeños, y los arrastro a la sala.
— ¿Quieres que deje en paz a estos dos mocosos? —Dijo esbozando una sonrisa llena de sadismo y malicia. — ¡perfecto! —Los soltó bruscamente y se dirigió a toda prisa a la cocina, tomó el grande y afilado cuchillo de carnicero y dijo apuntando en dirección al cuarto de su “primer hijo”. — No les requiero, me son indiferentes. Por otro lado, el necesita un poco de educación por parte mía. —vacilo dirigiéndose a la habitación.
— Espera... — replicó la madre, pero su queja quedó en el vacío, Harold estaba totalmente concentrado en llevar a cabo su aterrador plan. Regresó al cuarto en donde se encontraba Jeffrey, y le grito, y este se puso de pie.
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El festín de los Winsert
Action«¿Estás muerta?» eso fue lo que pensó Ronald McKenzie cuando sostuvo la mano de su pequeña Cecy durante aquella mañana tormentosa. Su hija estaba por morir, él lo sabía. Cuando todo estaba por derrumbarse, y la poca voluntad sobrante se encontraba e...