Lo primero que vió fue oscuridad. Una densa oscuridad contrastada únicamente por una pequeña luz roja en una de las paredes. Al principio no veía nada salvo esa tenue luz, pero cuando sus pupilas se hicieron más estrechas, ajustándose a la casi inexistente iluminación de aquella habitación cerrada, pudo apreciar un bulto delante de ella, no muy cerca, sentado en una silla.
-Suéltame- apenas pronunció ella en un susurro que se lo llevaría el viento antes de ser escuchado por alguien. Las cadenas que la enrollaban eran pesadas, tanto que le cortaban la respiración. Sentía que la piel se le iba a desgarrar. Sentía que llegarían a los huesos y los atravesarían.
Quien la retenía fingió con pasividad no escucharla y ella tomó de nuevo una bocanada de aire, con pesar, para que sus cuerdas vocales hicieran el resto del trabajo.
-Suéltame- Repitió esta vez con más fuerza, pero nunca la suficiente.- ¡Déjame en paz de una vez!
El monstruo la miró al fin. En sus ojos pudo ver un atisbo de sorpresa al haberse atrevido a levantarle de voz. Atisbo que en una milésima de segundo volvió a convertirse en una mueca divertida.
-No deberías hablar conmigo- dijo aquella cosa con su voz gutural. Era extraño, a pesar de estar deformada, distorsionada, y de ser la voz más grave que había oído en su vida, ella juraría haberla escuchado en algún sitio, en algún lugar.
-No hay nadie aquí, solo estás tú- alcanzó a decir, jadeante- Te lo suplico. Libérame.
-¿Liberarte? ¿De qué?.
-De las cadenas- murmuró ella, pero el monstruo ladeó la cabeza, fingiendo no entender nada. Así que ella tomó aire de nuevo para explicarse.
Estaba perdiendo la paciencia.
Y las fuerzas.
-Las cadenas… no puedo seguir soportándolas. Me estoy asfixiando. Por favor...
Entonces, aquel bulto oscuro estalló en una carcajada amarga. Una risa tan estrepitosa y lúgubre que hizo que se jurara a sí misma que era lo peor que había escuchado nunca.
O casi lo peor.
Y se levantó, echando a andar a paso lento.
Una figura negra que se aproximaba a ella y que, poco a poco, iba reconociendo, confirmándole sus más temidas sospechas:
El monstruo era ella. O ella era el monstruo.
Si no estuviera tan débil, hubiera gritado tan fuerte que hubiera roto las cadenas en mil pedazos. Pero ella sabía que no podía. Estaba demasiado exhausta.
-¿Desde cuándo las llevas?- Le preguntó su otra yo. Esta vez con su misma voz.
-Demasiado tiempo.
Ella ladeó la cabeza hacia un lado e hizo un puchero, fingiendo sentir pena.
-Está bien- canturreó alegre- Lo haré por nosotras. A continuación, sacó la llave de su bolsillo y la acercó a la cerradura.
-Pero tiene sus inconvenientes- Le advirtió.
-No me importa- apenas susurró esta vez. Se estaba muriendo, lo sabía.
-¿Sabes lo que son las cadenas, verdad?- insistió aquella voz que tanto odiaba.
-Sé lo que son- cerró los ojos- Hazlo... de una vez.
El monstruo enterró la llave, dando a continuación un pequeño giro en el interior de la cerradura oxidada por el paso de los años. Demasiados años.
De repente abrió los ojos. Y negro. Oscuridad. Una luz roja. Una silla vacía. Y una puerta.
¿Dónde estaba? Aquello le resultaba extrañamente familiar, pero muy, muy lejano. Como si hubiera estado allí en otra vida. En otro tiempo.
Cuando los pelos de la nuca se le erizaron, sintió que tenía que salir de allí en ese mismo momento, y no se lo pensó dos veces: echó a correr hacia aquella puerta, no sin antes tropezarse con unas cadenas tiradas en el suelo. Parecían pesadas.
Abrió la puerta con todas sus fuerzas. La luz fue cegadora en el primer instante, y junto con aquella luz también llegó un pinchazo en la sien que la hizo tambalearse, y luego aquella sensación de estar perdida. Algo que antes formaba parte de ella ya no estaba, y el vacío que sentía era sofocante. Aquel fue el momento en el que lo supo:
No recordaba nada.