Parte V Epílogo

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I

¿Por qué me obligas a amarte de esta manera? ¿Por qué me has dejado con este dolor que desgarra mis entrañas día y noche? A veces quisiera odiarte como alguna vez creí poder hacerlo, a veces quisiera olvidar que tan siquiera te conocí. Mi cuerpo extraña tu calor, tu aroma. Esta incertidumbre me está matando, yo... no encuentro la manera de seguir viviendo, no encuentro el modo de acallar las dolorosas protestas de mi corazón por haber permitido que te fueras.

—La cena ya está lista, Will.

Will se giró y asintió con la cabeza, pero no se movió, continuó mirando la noche de luna llena a través de la ventana.

Miriam Lass suspiró y salió de la habitación. Chiyoh la esperaba ya sentada ante la mesa de la cocina.

—¿De nuevo se niega a comer?

Miriam dijo que sí sentándose a la mesa también, cogió el tenedor con su mano derecha y revolvió la ensalada. —Ha pasado cuatro años y lo ha esperado cada día durante todo este tiempo. Ni siquiera puedo imaginar lo que ha sido para él, me preocupa que enferme.

Chiyoh asintió dirigiendo una mirada fugaz a la puerta cerrada de la habitación de Will.

—Ayer lo escuché vomitar, otra vez —prosiguió Miriam —ha de tener el estómago destrozado de tanto no comer y beber alcohol todos los días. Al menos quisiera decirle algo que lo animara, pero tienen a Hannibal tan vigilado que la posibilidad de que escape es ínfima.

Chiyoh sonreía mientras terminaba de masticar su bocado, clavó la mirada más allá de la chica rubia. —Encontrará la manera —sentenció, sin asomo de duda —debemos estar atentos para cuando el momento llegue.

Miriam parpadeó perpleja; admiraba la confianza absoluta que Chiyoh tenía en Hannibal, como si estuviera provista de un entendimiento sobre él que ni Will Graham poseía. Era casi seguro que dicho entendimiento se relacionaba con la convivencia prolongada durante una etapa muy temprana en sus vidas; Miriam la envidiaba por eso. Aunque a decir verdad, cada uno de los ahí presentes tenía un entendimiento distinto de Hannibal Lecter, cada uno representaba una faceta del monstruo que era en realidad.

Miriam a penas podía recordar sus primeros días como prisionera del destripador de Chesapeake. Oscuridad, opresión, miedo, una voz tranquila susurrando entre luces y música. Nunca fue violento o sádico con ella, siempre la trató bien; le dijo quien era, contando con que Miriam conocía de cabo a rabo su obra, y que su libertad le había sido arrebatada; sin embargo, la instó a no temer de él pues no pensaba hacerle daño de manera innecesaria... de manera innecesaria. Como perfiladora, Miriam Lass agregó algunas características más a la imagen que ya había hecho de su captor: el destripador de Chesapeake era un psicópata muy competente en el ámbito social, con un trabajo estable, quizá hasta con una familia; perfeccionista, metódico y organizado, narcisista, sádico e inteligente, pero extrañamente considerado con aquellos que, en su opinión, lo merecían. Casi con el mismo terror que sintió al saberse atrapada, la agente se percató de que, asesino y todo, el destripador era un hombre de palabra y que podía confiar en él. Quizá ese fue el principio: la confianza de un cordero ante el león que le promete no comerlo. Él hacía preguntas, ella respondía, en una especie de terapia psicológica que le permitió a él adentrarse en su psique para empezar a moldearla. Al cabo de infinitas sesiones, Miriam se dio cuenta de que el asesino estaba experimentando con ella, la manipulaba empujándola a convertirse en algo más.

Un buen día, el destripador se reveló: Hannibal Lecter, un respetado psiquiatra de Baltimore al que había ido a entrevistar antes de despertar en la oscuridad.

—Vamos —le dijo extendiendo la mano y ella, con los ojos clavados en ese rostro anguloso, se la dio. La subió a su auto y condujo más de una hora hasta un espléndido chalet emplazado cerca de un acantilado. Ver la luz del día fue maravilloso, el resplandor del sol, el cielo azul, pero en todo ese tiempo ni una vez se le ocurrió escapar. Estaba hecho, síndrome de Estocolmo, una definición exacta para lo que le había pasado. De pronto vio al hombre, su secuestrador, como a un mentor, como alguien a quien, de alguna manera, le tenía aprecio.

Mano MeiléDonde viven las historias. Descúbrelo ahora