Parte III Siguiendo el sendero

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I

—No te conozco bien, ni quiero conocerte. Te he visto a lo lejos mientras caminas, cuando entras y sales de las tiendas con tu ropa brillante y tus maneras nauseabundas. Te odio y quiero que lo sepas. Me miras con miedo porque me conoces, preguntas por qué te ataco: por existir marica de mierda, te respondo. Tu cara patética enciende más mi furia, te golpeo con los nudillos y me siento poderoso, tu nariz cruje bajo mis puños, los huesos de tu cara dejan de tener forma y se convierten en una masa sangrienta. Pero esto no ha terminado, cojo la palanca que he cargado todo este tiempo y la dejo caer sobre ti una y otra y otra vez. No hay ningún otro motivo en mis actos, sólo deseo que desaparezcas. Este es mi diseño.

Will Graham abre los ojos sintiendo un ligero estremecimiento en la base de la espina. Mira el cuerpo congelado en el fondo del callejón y se mueve junto al resto de mirones que se ha acercado lo más posible al cerco policiaco. Se acomoda la gorra y sube el cordón hasta que le cubre media cara. Ya no hay choque mental al ponerse bajo la piel del asesino, sólo una majestuosa claridad. Recula dos pasos antes de darse la vuelta y dirigirse a la camioneta que estacionó una cuadra adelante. Piensa que quizá sea tiempo de proveer la despensa que comparte con Hannibal.

II

La cabaña que compartían Hannibal y Will estaba ubicada a 18 kilómetros al noreste de Dawson City, a mitad de un claro en los bosques helados típicos del Yukón, y debido a esas particulares características, el invierno era especialmente duro en esa área y se prolongaba hasta casi mediados de año. El clima subártico era una de las muchas razones por las que la población era tan escasa en y alrededor de Dawson City, 1500 habitantes según el último censo; otra era el aislamiento, cuando llegaba lo más crudo del invierno, la gente se atrincheraba en sus casas en espera de días mejores; algunos escritores famosos acudían al pueblo —que de city sólo tenía el nombre y el cual se usaba para diferenciarlo de Dawson Creek en la Columbia británica—, para dejarse encontrar por la inspiración en medio de la soledad. A pesar de que los lugareños eran muy unidos, recibían de buen grado a quienes decidieran aventurarse a vivir ahí, fuera de que hacían apuestas entre ellos para tratar de adivinar cuánto tardarían los recién llegados en largarse sin mirar atrás. Acostumbrados a las extravagancias de los turistas que desfilaban año con año, atraídos por los remanentes de la fiebre del oro —con disfraces y todo—, los pobladores no pusieron especial atención a la menuda mujer oriental de acento marcado que había comprado la última cabaña del norte y a los dos hombres que llegaron a habitar la que se encontraba un par de kilómetros más abajo.

Un jadeo escapó de los labios de Will y fue acallado por la boca de Hannibal. A pesar del intenso frío exterior, sus pieles brillaban repletas de perlas de sudor bajo la luz oscilante del fuego en la chimenea, los cuerpos se deslizaban conformando nuevas líneas, nuevas áreas, mezclándose entre la penumbra como si fueran uno solo.

Will se estremeció cuando Hannibal lo rodeó fuertemente con sus brazos para sentarlo a horcajadas sobre él. La penetración, llevada a cabo por segunda vez, tuvo algo de salvaje y violento que la primera no había tenido, el beso en su cuello se convirtió en una mordida impetuosa. Hubo un grito contenido mientras acompasaba el movimiento de su cadera con el de Hannibal. Este no deshizo el abrazo en ningún momento, por el contrario, aumentó la intensidad a medida que la danza de su cuerpo se precipitaba hacia el orgasmo. Will se dejaba amar, rodeando a su vez el cuello de su amado, gimiendo en su oído, apretándose tanto como podía, deseando con todo su ser fundirse para siempre con él. Llegó primero entre sus vientres danzantes, arqueó el cuerpo al tiempo que toda la tensión acumulada estallada y comenzaba a dispersarse, sintió el momento en el que Hannibal respondía con pequeñas sacudidas y la liberación de su semen dentro de él. Se besaron tiernamente antes de deshacer el abrazo.

Mano MeiléDonde viven las historias. Descúbrelo ahora