Érase una vez una mujer.
Sí, una mujer ¿qué esperabas? ¿una princesa, una reina, una plebeya? No. Ya pasamos esa época de vestidos pomposos y bustos revoltosos. Esta mujer es de este siglo, o quizás del anterior. Esta mujer es como todas y a la vez como ninguna, porque acéptenlo, ninguna mujer se afirma a sí misma igual a las otras a menos que estrictamente le convenga.
Esta mujer tan parecida y distinta se levantó como cada mañana tras un sueño poco placentero y se dio cuenta que no era más que una pequeñez que no tenía sentido de ser. Había perdido la noche por un simple capricho de su mente.
Al escapar de las sábanas se encontró con una mancha roja y se maldijo a sí misma una y otra vez. Por mucho que se asegurase su cuerpo siempre le jugaba una mala pasada.
Se sentó en la cama resignada a comenzar el día de mal humor. Se vio en el espejo, despeinada, con ojeras, con boquera, con el pijama roto por todas partes por falta de tiempo para zurcir y con la mirada de un zombi que no sabe qué son los sesos. Sonrió y unos dientes amarillos la recibieron del otro lado, por mucho que la pasta dijera que su sonrisa sería la más brillante, el producto no hacía más que convertir sus dientes –que para ella no eran la cosa más hermosa- en una dentadura postiza pasada por cuatro herederos.
Quizás debía dejar de hacerle caso a esa chica perfecta y sin granos que le daba tantos consejos por esa caja que no hacía más que mostrar a personas que tenían la vida resuelta.
Con rapidez adquirida tras años de práctica obligatoria recogió todo el desorden para comenzar la mañana. Pensó que podría hacer algún calentamiento para empezar el día con más entusiasmo, pero la hamburguesa que había en el refri parecía más tentadora.
Miró su vientre todo grasoso y fofo. Cerró la puerta de golpe, para después abrirla y tomar una gaseosa. De todas formas, un refresco no engordaba.
Miró el armario con poca ropa. Incluso si compraba todos los días algo nuevo; y cuando iba al súper regresaba mágicamente con cinco bolsas porque era bonito, hacía falta o se perdía después; no encontraba en el armario algo que ponerse que la hiciera sentirse hermosa, cómoda y presentable. La magia se había perdido después de que se lo había probado en el vestidor interdimensional.
Tras lo que pareció una eternidad –y sin lugar a dudas lo fue- logró ponerse un atuendo al menos decente para salir a la calle. Peinó su cabello que por muy hermoso que fuera siempre consideraba un desastre. Tomó su bolso que contenía una casa, pero cuando de buscar algo se trataba era un laberinto, y salió a la calle.
Un vecino la saludó y ella se lo devolvió amistosa. Ese baboso siempre la ofuscaba todas las mañanas con esa sonrisa boba. No había sido la primera vez en la que lo pilló vigilando cuándo ella salía para saludarla. Siempre buscaba una excusa para llamar su atención y oportunidad de todo tipo para ayudarla. Su intención era buena, pero a ella simplemente le daba asco, sin razón de ser.
Caminaba por la calle tratando de parecer lo más segura posible.
Espalda recta, eres alta.
Saca trasero.
Muestra busto.
Camina suave.
La mano contraria al pie, la otra en el bolso.
Una sonrisa.
El pelo a un lado de la cara.
No sonrías demasiado, pareces loca.
Bájate la falda, ¡no en el medio de la calle!
No te quejes de los zapatos, ¡lúcelos! Cuidado no los metas en un charco.
No te quedes mirando a la gente, es raro.
No corras con tacones, es antiestético.
Sentía que la escudriñaban con la mirada, que se reían cuando ella no estaba mirando. Debía haberse puesto otra ropa u otros zapatos. Miró a una chica que estaba a su lado, lucía perfecta. Ella llevaba dos kilos de maquillaje encima y aun parecía un esperpento. Sin embargo, la chica que tenía al lado no llevaba pensamientos muy lejanos a los que formulaba constantemente.
Llegó al trabajo y sus compañeras la inspeccionaron de arriba a abajo, buscando una pequeña imperfección para hacer la tarde con ella. Los hombres hacían lo mismo, pero quizás no con la misma intención. La mujer miraba nerviosa y bajaba la vista de vez en cuando, preguntándose si sus zapatos estaban sucios cuando lo que quería era evitar esas miradas que la juzgaban con descaro.
Fue a la oficina del jefe para preguntar por lo que llevaba esperando meses. Por supuesto su ascenso había sido negado con el pretexto de que no era lo suficientemente buena para el puesto. Sin embargo, se lo habían dado a un hombre que no llevaba ni dos semanas trabajando y al cual ella terminaba corrigiéndole todo lo que él destruía. Pero era hombre. Se suponía que tenía que saber lo que estaba haciendo.
Al sentarse en su puesto recibió una llamada. Contestó, eran sus padres. Le hablaban con el cariño propio de cuando era una pequeña niña, quizás, alegrándole un poco la mañana.
La magia hubiera sido eterna si no le hubiesen preguntado con disimulo –o sin él- si ya tenía pareja. Era lo mismo desde que era una cría.
La misma pregunta de siempre.
Respondió con una sonrisa nerviosa que no. Recibió un pequeño sermón que se negó a escuchar, ya estaba cansada. Era como si su valor dependiera de un hombre. El hombre tenía el estatus, la personalidad, la importancia y todo lo necesario para ser socialmente aceptado, y luego estaba su mujer, que por ser solo eso “su mujer” era todo lo que era él ¡Al diablo con eso!
Un día normal en el trabajo de una mujer era tan parecido a una montaña rusa como un vago a un mendigo. Entre papeles, llamadas, chismes, consejos, coqueteos involuntarios –o no-, quejas, sugerencias, medias rotas, maquillaje corrido; logra mantener un orden y equilibro propio de un trapecista. Es increíble como la mujer puede saltar de una cosa a otra sin perder el hilo de nada y entregar todo justo al tiempo, aunque ella misma no lo crea posible –también se retrasa de vez en cuando, pero eso viene al caso ahora ¿verdad? -. Además, tener tiempo para preocuparse por detalles inverosímiles como son el humor de una amiga, el café del jefe y la redecoración de una oficina.
Al final del día regresa a casa cansada y con trabajo aun por adelantar para quizás poder asistir a esa cita en ese lugar bonito que quería ir con sus amigos.
¡Y que añadir si esa mujer tuviera esposo e hijos! ¡Las cosas nunca están destinadas a hacerse fáciles a medida que se avanza!
Quizás en el peor de los casos estuviera ataviada entre la cocina, la limpieza y el bebé que llora en la cuna. O ayudando a los niños a hacer las tareas, o regañando al adolescente que no entiende que ella tiene dos veces más experiencia y que lo que le dice no es por mal sino porque sabe hacia dónde van sus actos, o dándole espacio –aunque no quiera porque cada vez se siente más abandonada- a ese chico que necesita estudiar porque mañana tiene un examen importante en la universidad.
Todo, mientras su novio o esposo está sentado haciendo lo que él considera importante, que no es más que leer el periódico cruzado de piernas en el sofá, o sentarse en el portal con una taza de café a pensar en cosas importantes, o acostarse en la cama de sábanas limpias todo sucio de estar en la calle sin otra excusa que por estar cansado. Para luego, cuando todos duermen exigirle a la mujer que apenas puede con sus huesos un pequeño placebo.
Sí. En todo eso pensaba la mujer, al quitarse los zapatos y pasearse por la casa con ropa porque hacerlo desnuda es indebido o desagradable.
Todo era estereotipos. Todo debía ser de una forma, y nadie nunca se preocupaba por lo que pensaba quienes lo tenían que vivir.
La mujer se dio cuenta que desde pequeña le venían advirtiendo que iba a ser de grande: cocinitas, muñecas, jugar a las casitas. Ahora jugaba más seguido, lo que los sartenes más grandes, y ya no era un simple juego.
Ahora tenía que ser la mujer perfecta, no porque quisiera, sino porque el mundo se lo exigía.
Érase una vez una mujer pensó.
Érase una vez una mujer se cansó de ser mujer y dijo todo hubiese sido más fácil si hubiese nacido hombre.
Érase una vez.
Sí, quizás por lo menos por una vez, el hombre tenga que ponerse tacones.
Pero esta vez, será la mujer la que se ponga un saco y salga a la calle a comerse al mundo con esa falsa idea de que ser hombre es más fácil.Empecé con ellas porque… ellas son las estrellas del show ¿Quién les niega el puesto? ¿Estás en desacuerdo? ¿En acuerdo? ¿Algo que quieras añadir a esta laaarga lista de quejas comunes?
Estaré encantada de leerlo. No olvides dejar tu voto, me ayudaría un montón.
Que comience el debate *se relame esperando comentarios*
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Érase una vez
Short Story¿Por qué no nos entendemos? ¿Quién tiene la vida más fácil? ¿Es mejor ser hombre o mujer? En esta pequeña historia, pretendo, no sé si con humor o con demasiada realidad, contarle algunas cosas que pueden -o no- dar respuesta.