Anhelos ahogados.

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Oídos finos, atentos al ruido; suspiros entrecortados, pues el dolor sigue en pie; lágrimas secas, intangibles de tanta pena, y aún más doloroso, el deseo por ponerse de pie y saltar hacia él, cerrar y callar, unir y sentir, acciones tan sencillas que parecían imposibles, y dolían como el infierno, palabras que no se oían, y miradas que jamás se entrecruzan, a pesar de verse al rostro todos los días, durante tantas horas, con tanto en común. No importaba cuántas veces pudiera despertarse con la esperanza de verle nuevamente, pues allí siempre escuchaba esa voz, aquella, que tanto le carcomía la mente, y agredía en sus sueños.

Siempre juzgaba cada suceso a su alrededor, pero conocía más que nadie, su hipocresía, era ella la que no tenía derecho para elevar su voz, no después de cargar tanto peso sobre sus hombros, tantas lágrimas, tanta sangre, y, por supuesto, tanto odio.

Aquellos sentimientos los entrelazaba con su silencio, pues capaz era de ignorar verle a los ojos. Eran sombras, nada más que sombras, acariciando sus manos, sombras nada más, remarcando el temblor de su voz, y lo sabía muy bien, que pudo ser feliz, siempre pudo serlo, pero ahora, escapar no podía, y ahora estaba en vida muriendo, jactándose entre las llamas del odio y la venganza, bebiendo un néctar de arrepentimientos y anhelos, lamentos sinfín, y un mar espectacular, en donde florecía la guerra, entre danzas de los muertos, ojos carmesíes, y cabellos de nieve, oh, sí, por supuesto que lo recordaba, y tenía muy presente que, aunque algún día pudiese olvidar esos orbes, algún día, esos mismos orbes jamás la olvidarían, y el mismísimo día en que ella pusiese un pie en el llamado Valhalla, el Hades, el infierno, las fauces del final, no importaba su nombre, porque sabía muy bien, que una vez allí, esos mismos orbes la recibirían con un odio intacto.

Había perdido su cordura en silencio, con un semblante intacto, quisiera gritarle y confesar que más no puede amar, y entonces, morir después. Mas sin embargo, sus ojos oscuros, oscuros como el cielo nocturno y como el carbón, viven cerrados para ella, y sin necesidad de verle, está así, perdida en la soledad de su mundo, en donde barreras perpetuas la asolan cada vez más, resignándose a sólo observar su sonrisa, su orgullo, su arrogancia, su emoción, y cada facción de su rostro, como una niña observa por primera vez a un visitante, y qué recuerdos le traían.

Resucitó de su sueño, como los muertos vivientes de levantan de su tumba, y allí nuevamente se enteró que estaba faltando algo por su parte hacia aquel General, y por supuesto, era algo tan sencillo y necesario como el respeto.

Apresuró su acción, y se levantó de su asiento, dando merecidamente sus respetos. Como era habitual para un militar, elevó su brazo derecho hacia su frente, y asimismo un saludo militar, como cada mañana, cada aburrida mañana, pero a la vez tan emocionante, una emoción que únicamente conseguía en aquellos malditos ojos que únicamente cargaban escenas de la tierra desierta, que tantos cadáveres le permitió ver. Ardiendo todos en armonía, gritos de dolor y resentimiento, tristeza y angustia, todos bailando bajo el sonoro estruendo de la carne quemándose, y una explosión dada por una simple chispa. El General frente a ella le regaló nuevamente una de sus típicas miradas, nada fuera de lo común, siendo algo tan especial para ella, y muy bien que odiaba aquellos segundos de comportamientos infantiles, y se reprendía a sí misma cada vez, era un sitio de trabajo, no un día casual para darse falsas esperanzas.

Pero, ¿realmente se había dado esperanzas a ella misma en algún punto? Recapituló nuevamente, desde aquel soleado día en el sur.

Una curiosa paz llevaba consigo una bandera de guerra, anunciando tiempos fatales, pues rebeliones en un mismo punto causaban tantos disturbios y miedos a los residentes. Mas sin embargo, un pequeño y silencioso pueblo al sur, lleno de gente común, sin sueños en especial, sin nada fuera de lo común algo tan normal y monótono. En un casona alejada del resto, una familia, o al menos, los restos de una, intentaban sobrevivir al aislamiento, pero no por motivos de guerra u odio, todo se resumía a la tristeza y oscuridad que envolvía a aquella desgastada familia. Su madre había muerto hace ya varios años, su padre padecía de una extraña enfermedad desde que su madre partió, y por momentos juraba que aquello era su culpa.

MoonlightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora