Anónimo
Estaba sentado en mi coche, disfrutando del silencio. Las farolas proyectaban un halo fantasmal sobre la calle. No es que habían muchas cosas a esa hora tan tardía, lo que creaba un ambiente inquietante, pero sereno. Sabía que lo más seguro es que cualquiera que estuviera en ésta parte de la ciudad a estas horas, estaría preocupado o llevando sus asuntos en secreto. Le hacía más fácil concentrarse en lo que se traía entre manos —La Buena Obra.
Las aceras estaban oscuras, excepto por el ocasional brillo de neón del establecimiento de mala reputación. La tosca figura de una mujer bien dotada resplandecía en la ventana del edificio que él estaba vigilando. Parpadeó cómo un faro en la mar agitada. Pero no había refugio en tales lugares —al menos no uno respetable.
Estando tan lejos de las farolas como podía, pensaba en el repaso que había hecho en casa. Lo estudió con detenimiento antes de salir esta noche. Había restos de su obra en su pequeño escritorio: una cartera, un pendiente, un collar de oro, un mechón de pelo rubio dentro de un contenedor de plástico. Eran recordatorios de que se le había asignado esta tarea. Y que tenía más trabajo por hacer.Un hombre emergió del edificio hacia el lado opuesto de la calle, distanciándole de sus pensamientos. Vigilante, se quedó allí sentado esperando pacientemente. Había aprendido mucho sobre la paciencia con los años. Debido a ello, saber que debía operar a toda prisa le había puesto nervioso. ¿Y si no acertaba? No tenía muchas opciones.
El asesinato de Harley Lizbrook ya estaba en las noticias. Había gente buscándole —como si fuera él el que hubiera hecho algo malo. Ellos no lo entendían. Lo que él le había dado a esa mujer había sido un regalo.
Un acto de gracia.
En el pasado, había dejado que pasara mucho tiempo entre sus actos sagrados. Pero ahora, sentía una urgencia. Había mucho por hacer. Siempre había mujeres por ahí —en esquinas, en anuncios personales, en la televisión.
Al final lo acabarían entendiendo. Lo entenderían y le darían las gracias. Le preguntarían cómo ser alguien puro, y él les abriría los ojos.Al cabo de unos momentos, la imagen de neón de la mujer se puso negra. El resplandor detrás de las ventanas se apagó. El lugar se había quedado a oscuras; sus luces se apagaban porque habían cerrado por esta noche.
Sabía que eso significaba que las mujeres saldrían de la parte de atrás en cualquier momento, en dirección a sus coches y luego a casa.Cambió de marcha y avanzó lentamente alrededor de la manzana. Las farolas parecían perseguirlo, pero él sabía que no habían ojos curiosos que lo vieran. En esta parte de la ciudad a nadie le importaba nada.
En la parte trasera del edificio, la mayoría de los coches eran de lujo. Se hacían dinero exhibiendo el cuerpo. Aparcó en el lado opuesto del estacionamiento y esperó un poco más.Tras un buen rato, la puerta del personal finalmente de abrió. Salieron dos mujeres, acompañadas por un hombre que parecía que trabajara de seguridad en el lugar. Echó una ojeada al agente de seguridad, preguntándose si podría resultar un problema. Tenía un arma debajo del asiento que usaría si no tenía más remedio, pero prefería no tener que hacerlo. No había tenido que usarla aún. De hecho, él aborrecía las armas. Pensaba que había algo impuro en ellas, algo casi indolente.
Finalmente, todos se separaron, entraron en sus coches y se fueron.
Vio más gente salir y entonces se sentó con la espalda erguida. Podía sentir como le latía el corazón. Ahí estaba ella.
Era bajita, de pelo rubio postizo que le caía en melena sobre los hombros. La vio entrar a su coche y no avanzó hasta que sus luces de cruce habían doblado en la esquina.Rodeó el otro lado del edificio, para no llamar la atención.
Siguió detrás de ella, y notó cómo su corazón empezaba a acelerarse. Instintivamente, metió su mano bajo el asiento y tocó la soga. Le calmó los nervios.
Le calmó, saber que tras la persecución, llegaría el sacrifico.
Sin duda, lo haría.