Llevaba media hora mirando hacia el imponente portón de hierro que se alzaba varios metros más adelante de su ubicación; completamente distraída y sumergida en su mundo, ni siquiera recordaba la razón de su malestar, solo sabía que le faltaba algo. Su mente intentaba con desesperación encontrar aquello que sentía, era su ancla a tierra, sin ella, estaba perdida.
Elina Segunda Peirce, hija única del matrimonio Peirce; su madre, Elina Peirce era una hermosa mujer blanca como la nieve, de cabello castaño, sonrisa amable, mentalmente inestable y salud frágil, tan frágil que encontró su descanso eterno al momento de dar a luz nueva vida. Su padre Christopher Peirce, un hombre serio de rasgos angulosos, cabello rubio, lógico y calculador, costándole demostrar cariño por su primogénita, pero amándola como el más valioso regalo que le fue concebido.
Ese amor fue el que lo llevo a cooperar nuevamente con el ejército, ofreciéndoles su privilegiada mente para mantener lejos de su adoración, la guerra que se desataba en el continente, la gran guerra; así fue como enfundado en su antiguo traje, se dispuso a partir de las comodidades de su mansión, depositando un tembloroso beso en la frente de su dispersa hija, preocupado por ella; esta solo le devolvió una mirada cargada de emociones incomprensibles, sus grandes y brillantes luceros parecieron perder vida y hundirse en la nada, a medida que su padre avanzaba sin mirar atrás, hasta perderse en el horizonte.
Un agradable viendo meció con suavidad los pocos cabellos rubios que se escapaban del elaborado peinado que descansaba en su cabeza, coronado por un hermoso tocado con plumas en un rosa pálido; impulsada por aquella agradable sensación, se dirigió al gran salón, pareciendo una fina telaraña paseando por el viento.
Ya en su destino, las hermosas melodías carentes de vida y emoción inundaron el lugar, sus dedos danzaban gráciles, sobre el blanco y negro de las teclas del piano de cola caoba que tanto le gustaba. Así concluyendo su día, tocando innumerables canciones aprendidas a lo largo de sus diecisiete años.
−Lady Elina, la cena ya está servida− Anunció el ama de llaves, distrayendo a la muchacha, haciéndola retomar su rutinaria vida.
Sin responder, simplemente se levantó y se dirigió al comedor seguida de su empleada, observando las inusuales formas creadas por la luz anaranjada que se filtraba ya por las ventanas; por alguna razón antes las consideraba aterradoras, ahora solo despertaba su curiosidad la forma como parecían cobrar vida con el movimiento del viento y la luz, siendo sus voces todos los chirriantes ruidos provenientes de las bisagras antiguas en las pulidas puertas de madera. Parecía que le hablaban.
Comió sin emoción, completamente sumergida en su mundo, si no se hubiese estado moviendo, sus empleados habrían creído que su corazón ya no latía, permaneciendo en una eterna y efímera belleza, tan carente de emoción como lo fue en vida.
Como ya era costumbre después de la cena, sus empleadas la prepararon para dormir, dejándola sola en su fría habitación; siendo el agudo ruido producido por la puerta al cerrarse el último contacto con la realidad antes de sumergirse en su mundo de ensueño, donde es observada por los ojos de las sombras y acunada por el canto de la noche.
Distinto era el ambiente en la cocina de la mansión Peirce, donde un grupo de sirvientas prepara todo para un nuevo día de trabajo, comentando el que ya paso en aquel lugar.
− Lady Elina es muy extraña− Pensó en voz alta la más joven de las criadas.
−Ella siempre ha sido así− Agregó otra.
−Pero cuando el señor sale de viaje, es peor. Parece muerta por dentro, a veces me da miedo− Expresó una tercera mientras tenía un escalofrió al recordar la extraña actitud de la señorita de la casa.