Capítulo IV

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Mi piel se erizó. Mis ojos se inundaron en lágrimas que no salieron. Mi corazón se aceleró y mis pulmones se cerraron.

- ¿Qué demonios es esto…?

El viento se alzó, y pareció traerme una respuesta a mi pregunta. "El fruto de tus rezos".

Apreté el puño, mirando a la nada. Cada vez me era más difícil respirar. Miré a mi alrededor, para ver si había alguien. Un ángel, Dios, lo que fuera, ¿dónde estaba? Sólo había oscuridad. ¿Sería la sombra quien me habló? ¿Aquellos ojos verían más allá? ¿Aquellos ojos verían a la sombra que me condujo y me incitó los sueños? Sin duda era real, me había guiado hasta esos ojos, y era quien me había provocado todos esos sueños y paranoias.

Seguía atónito. Esos ojos… Los contemplé bien. Rojos enteros, con fragmentos negros. Como si la pupila fuera un mar y los fragmentos fuesen ríos, igual que en el sueño. No los toqué. Tenía miedo, mucho miedo. Comprendí, entonces, que aquellos ojos eran codiciados por miles, o millones, de personas, la mayoría, seguramente, ni supiera de su existencia, y otros muchos sólo la imaginase. Esos ojos eran un tesoro. ¿Por qué yo…? ¿Por qué yo, de entre todo el mundo, había sido elegido para llevarlos?

Más escalofríos me asaltaron. Tenía miedo de que surgiera algo detrás de mí que me asesinase. Pero no sucedía nada. Pasaban los minutos, las horas, en las que yo seguía incrédulo, y nada sucedía. Nada, sólo aumentaba la oscuridad. La luz de la luna se ocultaba entre nubes negras. Entre sombras…

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