SINSABORES

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Se podía distinguir entre los presentes, un melancólico lamento que embriagaba de tristeza y desazón a aquellos que lo escuchaban. Otros muchos, la entonaban en la profundidad de sus almas.

Como si fueran un perfecto compás, varios de los tantos habitantes de Buena Vista, se ubicaban en aquella calma matutina.

Amaro, no entendía qué hacía en ese templo, ignoraba por completo el sentimiento que lo obligó a desplazarse a tal lugar inundado de restos mortales.

El cofre eterno, descendía hacia su destino inevitable, y los ojos de Amaro viajaban con él sin aflicción alguna. La guadaña cortaba a quien fuera que se atreviese a ver pasar más de dos generaciones. Fue uno de los doce. Quiso ahuyentar la imagen de hadas en la que vivía el pueblo, alegaba que era de suma importancia, que Buena Vista le otorgara su confianza para salir airosos del espejismo en el que se encontraban.

Amaro, detestaba el olor a incienso que desprendía aquel santuario, dedicado a personajes destacados que desperdiciaron sus vidas por ideales que carecían de importancia. Pero solo él divisaba nueve desvencijadas tumbas, y una que pronto les haría compañía. ¿Quién se encargaba de reunir solo a individuos que son conocidos por nadie en este pueblo?, se preguntaba con extrañeza.

Las personas egoístas viven más años, Amaro anunciaba en sus pensamientos con contundencia mientras rodeaba con la vista a todos los reunidos.

No los recordaba por sus nombres, pero sí por sus hábitos: el chico de ojos cual pozo profundo que se encargaba de hacer sentir incómodas a las personas porque las observaba de tal manera que parecía que quisiera desentrañar sus más oscuros secretos, y justo en ese momento no dejaba de mirar al difunto en su ataúd. La que adornaba su hábitat con infinitas velas, y que ahora no deja de mecer sus manos con evidente nerviosismo. El insípido que rehuía cualquier conversación o contacto con alguien más. La chica adormecida que no lograba abrir su par de ojos por completo; y también estaba el fulano cuya animadversión era tan palpable que ni las nubes del cielo podrían ocultarlo.

Amaro desconocía el porqué, pero el único sentimiento que este ser podía generar en su persona, era odio. ¿Qué es lo que me molesta de él?, se preguntaba. Tal vez era ese brillo en sus ojos que aún no había perdido, concluía con duda en sus pensamientos.

—Somos esclavos de la libertad que perseguimos.

Tal comentario arrancó a Amaro de su cavilación, y logró desviar su atención hacia la reciente y melódica voz.

Cerene, Deter. Beruné... ¿Para qué intentarlo?, se decía a su mismo. Paseos matutinos. A este joven le gusta vagar por las solitarias veredas cada jueves a la seis de la mañana, recapitulaba Amaro.

—¿Tú qué persigues? —se atrevió a preguntar curioso.

—La muerte —pronunció sin duda el entrevistado mientras alzaba su vista al cielo.

Amaro lo imitó.

El color del cielo era azul. Siempre le gustó ese color: el celeste que se mezclaba con tonos rojizos y amarillos para elevar un perfecto ocaso.

La luz azulada de un horizonte que ahora se tornaba color índigo para Amaro.

Azul oscuro. Vacío como su corazón, solitario como su alma.

El templo de los dioses no amainaba su quebranto, la tierra húmeda como cimiento de lo sagrado no aliviaba su desconsuelo, y el vaivén del viento le susurraba nostalgia.

Las personas egoístas viven más años, se repetía.

Ilusiones Permanentes ©️ [COMPLETA] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora