HUELLAS

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El cerúleo iluminaba la pericia antigua, el bermejo modulaba el querer y la misericordia, y lo níveo se gozaba de lo impoluto. Todos estos elementos estaban en perfecta sincronía, formando una firme amalgama que traspasaba lo antaño. Era una forma de vida que portaron los más versados en el diario comportamiento hacia aquellos cuyas limitaciones no facultaban el precepto de vivir. Pero, como todo aquello que inicia con mando y no con disposición, pereció.

La solidez se convirtió en fachada, y la fachada en realidad.

El albor de cada día entonaba un himno de alabanza hacia la fauna silvestre que asentía en acuerdo a la simbiosis que manaba entre especies que coexistían en consonancia desde milenios atrás. El galope aventurado de las criaturas avivaba la tonada de los pájaros y el despertar de sus nidos. Estos, a su vez, abastecían de longevidad a los titánicos árboles que se alzaban hacia el raso cielo azul; y el viento libre acompañado de migajas de tierra, semillas neófitas sin plantar y verdes hojas que se fueron de casa, emperifollaban el relieve terrestre de cuencas y llanuras sedimentarias, de escudo y macizo antiguo, de cataratas y quebradas, y de una flora enriquecida, que adornaban afanosas el infinito horizonte. Y cuando el sol se ocultaba para dar cabida a la noche inquieta, el ulular de las aves nocturnas sumergía la densidad enérgica de la jornada en el respirar de la confidencia y el sigilo íntimo, bañados en troncos, arbustos, y llamas impetuosas que iluminaban el camino de los andares.

Para los habitantes de tal extensión de savia, esas riquezas naturales provenían del dios Zore, dador del cielo y de la tierra, el universo material y la vida; y en ilación a su alabanza, se llamaron «zoreanos». Su armazón comunal fue ramificado en el cacicazgo, el ágora de sabios, y la tribu. Su armazón de mando construido por el jefe, los doctos y el pueblo. Y su manifestación henoteísta databa de tiempos antiguos.

Tres tribus ostentaban el saber y la erudición, el apego y la condolencia, la inocencia y lo intachable; y solo los más dotados en su rama se hallaban destinados a liderar: los rajaras de la tribu índigo; los nares de la tribu corinto, y los bonsa de la tribu cano.

El nacimiento de primogénitos era un acontecimiento de gran envergadura, y como tal, celebraban con danzas y cánticos, ataviados con abalorios de madera que representaban a cada tribu, tintados con barniz y alhajas y llamas azafranadas que bramaban ecos de júbilo. Tal celebración también era dada todos los meses lunares cuando daban gracias a la vida y la pureza.

El amanecer irradió la vasta extensión del pueblo, y, cuando la aurora cayó para enaltecer el crepúsculo, los habitantes de la Gran Sabana, todos dotados de hombres atezados, provistos de fuerza y tesón, y bañados por duros rasgos, recibieron en la candidez de sus brazos al tercero en la línea de sucesión de la tribu cano. En dicha ocasión, no estaba previsto ni en la lejanía de los pensamientos de los zoreanos, algún augurio de magnificencia o manifestación de grandeza, pero, antes del primer llanto, el más frondoso, elevado y robusto árbol, que los abrigaba de chubascos y tempestades torrenciales, se agitó sobre sus cimientos y elevó un cántico ensordecedor que permaneció latente hasta el despuntar del día. Tal ostentación evocó regocijo para sus habitantes, y expectación para sus líderes, y entre murmullos anunciados por los sabios, se escuchó el susurro de «redentor».

Ya era tarde cuando los vieron venir. Vestían de rojo sangre, contrario al cálido de sus ropajes. Fueron rosas que rasgaron con sus espinas y arrasaron con la suavidad de su tacto. Solo quedaron unos pocos, aquellos llamados «los doce», que lucharían contra el olvido, dejando en manos el nacimiento de la Rosa del Nilo a aquellos retoños que en un principio no entenderían por qué se sentían tan ajenos a todo su alrededor, tan consumidos por la tristeza en sí misma, tan llenos de melancolía, pero con deseos de encontrar la grieta de la perfección. Y ellos, ellos se enfrentarían al estandarte carmesí. No conocen la historia, pero la sienten fulgir por sus venas.

Dameris y el resto se quedan estáticos, observando cómo los rayos del sol traspasan el cristal ventado. Piensan que hará buen clima, pero que tal vez se avecinen nuevas lluvias torrenciales. Sucedían de vez en cuando: aquellos pequeños instantes cuando el susurro de las sombras se infiltraba en vasijas conocidas.

Se ha cruzado el rio, pero siempre quedará el fantasma del cocodrilo. Al asecho, a la espera del error, de la debilidad, del miedo. Porque el libro de la sabiduría es experiencia y aprendizaje, pero existe un antes de ellas: la observación de todas las causas y hechos que dieron inicio al lamento. Antes de la felicidad, antes de la tradición, antes de la decepción, antes de la tristeza... antes del dolor.

Porque el miedo, sin confianza, es el borde del cráter de un volcán durmiente.

Y ellos recuerdan, porque las cascadas siguen fluyendo y las flores de loto parecen ascender desde lo más oscuro y profundo del fango.

Porque el impulso más fuerte es la venganza.

Ilusiones Permanentes ©️ [COMPLETA] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora