No era un buen día para Leo. No había sido una buena semana, ni un buen inicio de mes, ni final de mes, ni mitad de año, así que mucho no le sorprendía levantarse con el mismo peso en el pecho que se había instalado en él como si hubiese estado desde el inicio, desde que tenía memoria.
Eran las seis y media pasadas, el sol apenas alumbraba detrás de las nubes en el cielo, la llovizna caía dentro de su habitación por la ventana abierta, el agua mojaba su alfombra, su almohada. Leo lo veía desde su cama, sentado en el borde, aún sin vestirse para ir a la escuela, demasiado ido como para molestarse en estirar el brazo y bajar el vidrio de la ventana. No era la mañana lo que le congelaba el cerebro, sino la impotencia de haberse pasado una noche más dando vueltas en la cama sin poder pegar ojo. Habían sido doce noches así, de la misma manera, sin poder dejar de verlo cada vez que cerraba los ojos, sin poder dejar de oír la respiración agitada de Koda y su propia voz llamando a Theo entre todas las lágrimas, entre toda la sangre. Las ambulancias sonaban en su mente como si desde aquél momento le hubiera quedado prohibido escuchar cualquier otra cosa. Toda la escena repitiéndose una y otra vez, sin parar, sin dejarlo en paz. Los gritos, la cara del doctor, los enfermeros pasando por su lado con las cabezas gachas, el padre de Theo llegando tarde, recibiendo las noticias por el silencio en la sala de espera, la manera en la que Koda se había desconectado inmediatamente como un televisor que funciona sin problemas, hasta que se lo arranca del enchufe y se lo priva de poder. Se había quedado congelado, allí en la sala de urgencias con enfermeros paseándose de un lado al otro, lanzándoles miradas curiosas, teorías sobre por qué tenían la ropa manchada con sangre y gran parte mojada hasta gotear. No podía dejar de pensar en Koda. No podía dejar de pensar en su cara y en la de Theo. No podía dejar de pensar en todo lo que había sucedido y en cuánto le gustaría haber sido él quien se encontrara en la camilla en la que sacaron a Theo y no haber tenido que ser quien lo vio salir cubierto por una sábana blanca.Contra su pared sonaba el constante aporreo de la cabecera de la cama de su madre, estaba con un hombre al que Leo no había visto aún, dudaba que ella lo conociera más allá de lo que veía, dudaba que apenas se acordara de su nombre. Se les había hecho costumbre, ya no molestaba tanto como hizo las primeras veces, a Leo se le habían drenado las emociones desde hacía años, cualquier tipo de molestia, cualquier tipo de enfado, todo se había desvanecido cuando había aceptado que no estaba bajo su poder el cambiar lo que existía desde antes de que él llegara. Había aprendido a encontrar diferentes salidas, incluso cuando no había ninguna puerta o ventana cerca, había creado en su mente un mundo ajeno al real, donde los sonidos de afuera no llegaban a sus oídos y a su cuerpo no lo tocaba nadie más allá de lo que él permitía dentro de la burbuja imaginaria que lo rodeaba. Se distraía con cualquier otra cosa, buscaba jugar con algo, mantener las manos ocupadas con la tela de su ropa o la tapita de su bolígrafo cuando estaba en clases. El reloj se oía distante, sabía que la alarma sonaría en unos minutos, pero ya no le invadía la ansiedad de antes, ese afán de apagarla antes de que sonara e hiciera eco en la pequeña casa. La dejaba sonar y la miraba, seguía jugando con la pulsera de hospital que había tenido en la mano toda la noche, que había tenido en la mano todas las noches después de la peor de todas, la que se había ganado el puesto número uno en la lista que había formado mentalmente. Peor que cualquier pesadilla, porque de esto no se podía despertar.
El reloj dejó de sonar sin que él lo frenara, dejó la pulsera de hospital sobre el colchón tras acariciar con la yema del dedo índice el nombre trazado con marcador negro permanente, borrándose, gastándose por todas las veces que la había tenido entre las manos. Se vistió sin importarle demasiado haber usado el mismo par de zapatillas los últimos días o que el pantalón se le hubiera rajado en la rodilla en una torpe caída que había sufrido corriendo fuera de casa, incapaz de poder pasarse otro segundo más allí. Suspiró. Estaba volviéndose loco. Le daba igual. Todo daba igual. Pasó frente al cuarto de su madre y ni se inmutó de la falta de sonido dentro, llegó a la cocina y sin muchas ganas se preparó un café sin azúcar, pensaba en que quizás debería comer algo dulce para dejar de sentir que se desmayaría con cada paso que daba, pensaba en que debería comer algo en general, había llevado un par de días sintiéndose pésimo, la falta de comida lo hacía sentirse más cansado, el insomnio no ayudaba en nada, la furia incontrolable que sentía sólo empeoraba todo, no había pasado un día en el que no hubiera sentido que se moría atrapado dentro de un horrífico ataque de pánico. Sólo fueron unos minutos más hasta que otros dos pares de pies se acercaran por el corredor, la mujer se veía feliz, sonriente de oreja a oreja, se acercó a Leo y pasó la mano por su pelo, apartarlo de su frente para besarle entre las cejas, Leo hizo una mueca asqueada ante el hedor que percibió de los dedos de su madre, apartó la cabeza sin brusquedad y la observó moverse ágil y mansa hacia la cafetera, se sirvió un poco en una taza verde, tarareaba por lo bajo, meneaba las caderas al compás de su voz. Leo observó al hombre acomodarse el abrigo sin cuidado alguno, sacudiéndose como si tuviese tierra; tenía anchas entradas en la cabeza y una barriga de haberse pasado mamando cerveza en lugar de leche cuando era un bebé. El hombre se acercó a la puerta que daba a la estrecha cocina, buscando despedirse de su amante pasajera, topándose con un par de ojos tan oscuros, que daba la impresión de no tener iris, sino dos pupilas enormemente dilatadas.
ESTÁS LEYENDO
¡Quema esto!
Teen FictionLa historia que Koda y Theo habían escrito no se destacaba en nada de todas las otras historias de amistades de secundaria, con la excepción de que el final había llegado tan tajante, tan rápido, que no se había dado cuenta de que había terminado ha...