Las campanas anunciaban el fin de la misa. El alcalde Gregor estaba sentado en unos de los últimos bancos cercanos al altar. El marrón de su saco de seda hacia juego con sus profundos ojos café. Era de piel blanca y sus pocos cabellos oscuros se mecían con el viento gélido que entraba por una de las ventanas del templo.
Mantenía su mirada fija en la estatua de obsidiana que representaba a Nimue, la diosa madre; era una mujer arrodillada con un bebé sobre sus piernas, una liebre en su hombro derecho, un lobo en su hombro izquierdo y un turbante en la cabeza hecho de flores y lianas; todo tallado con suma delicadeza en la negra obsidiana.
Ya todos se habían ido. El padre Luden se había sacados las prendas ceremoniales y se acercaba hacia donde estaba sentado el alcalde.
—Bonita noche ¿No, alcalde?
La expresión del padre siempre era algo severa, como estando preparado para reprender a las personas por sus pecados.
—Si Padre, hermosa noche —respondió Gregor arrastrando las palabras y dando un ligero suspiro al final.
—¿Por qué sigue aquí alcalde? ¿Se quiere confesar?
—No padre. No es eso. Hay otras cosas que me preocupan. —Gregor levantó la mirada y clavó sus ojos en los ojos del Padre Luden—. Son sueños, Padre; sueños horribles con criaturas horrendas, sangre y gritos. —Los ojos del alcalde se tornaron vidriosos.
El Padre Luden tenia ya más de 80 años, era un hombre alto de barba candado blanca y el cabello largo del mismo color. Las ojeras y las arrugas tallaban su cara denotando más su aspecto severo y sus inexpresivos ojos celestes.
—Lo entiendo alcalde. Agradezca que son solo sueños, hoy los dioses están con nosotros y, alabada sea Nimue, nadie padece ningún mal en el pueblo.
Luden había terminado la oración cuando, en la enorme puerta del templo, apareció Brahamar agitado y con sangre en las manos.
—¿Qué crees que harán con nosotros? —Le dijo Hansel a Roderick con un tono despreocupado.
Roderick tenia los ojos hinchados y la cara empapada de tanto llorar. Él sabia que todo iba a salir mal, sabia que no debía hacer caso a Remo y Hansel tampoco. Lloraba con solo imaginarse la decepción de su madre o con el castigo que el alcalde iba a darles.
—¡Yo les dije que no quería venir! —Dijo gritando entre sollozos.
Su largo pelo negro le caía en la cara y el verde de sus ojos resaltaba mucho a la luz de la única antorcha que Brahamar dejó antes de atarlos e irse.
—Luego de eso accediste a venir. Vamos, no nos eches la culpa; tu querías probar el vino tanto como Remo y yo.
Los dos tenían 17 años. Roderick Stendal era hijo de Indur Tirrel, un soldado que había venido a Löwen para los festejos de primavera y se marchó para nunca volver cuando se enteró que Cleodor Stendal estaba embarazada de él.
Hansel no tenia padre ni madre biológicos, lo encontraron una cálida noche de verano en las puertas de la iglesia y fue criado por Firentis y Elenor. Su pelo Rubio, casi blanco, y sus ojos negros lo hacían destacar entre los demás habitantes.
—Vamos Roderick, deja de llorar. Lo hecho hecho está, ahora solo queda abstenerse a lo que va a suceder. —Dió un suspiro mientras recostaba su cabeza sobre la columna en la que estaban atados—. El castigo no va a ser la muerte; como mucho nos van a obligar a almacenar los carros de trigo y cebada o darles de comer a los animales en el corral.
—¡¿Pero que pensará mi madre de mí?! Yo nunca fui problemático, no se porque vine con ustedes —Dijo mientras las lágrimas resbalaban en sus mejillas sonrojadas por el llanto.
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Fueron Doce
FantasíaLöwen, un pueblo antiguo y rico que delimita con un lúgubre bosque lleno de mitos y leyendas. Las campanas dictaban el fin de la misa. Los fieles se iban felices a sus casas con la bendición recibida mientras en el bosque sangre y tierra se mezclaba...